domingo, 17 de marzo de 2013

Los cuentos incontables - Kalei Shogi

En el imperio de Japón, durante la dinastía de los Hirawata, se desarrolló la cultura Tsei-Fu hasta el punto de que un artista Tsei Fu era alguien respetado ya antes de su nacimiento. Los Tsei-Fu shogis, término que significa "pintores extraordinarios de lo extraordinario", eran contratados prioritariamente por la corte de los Hirawata, quienes determinaban quién habría de ser nombrado Kalei Shogi, "pintor extraordinario de entre los pintores extraordinarios de lo extraordinario".
El tradicional saber Tsei Fu era transmitido de generación en generación. La doctrina y la técnica era legendaria:


Un pintor del Kalei Shogi, colocaba un solo trazo sobre el lienzo cada día. Durante todos los días de su vida. Los cuadros eran de gran formato, con bastidores reforzados que podrían ocultar una montaña, siempre que fuera una no muy grande. O una de esas consabidas arboledas que no dejan ver el bosque.


Generalmente, el artista elegía como tema el propio paisaje que su lienzo tapaba. Su tarea de transposición de la imagen al lino era considerada sagrada, y dedicaban a ello toda su vida y energía, día a día y hora tras hora.


Aunque sólo se trataba de un trazo al día, el trazo debía ser minucioso y preciso, con una mezcla cuidadosamente ponderada de los mejores pigmentos del territorio, ocasionalmente se importaban tinturas a China o a La India, para que el resultado de los acabados fuera lo más brillante posible.
Taganaka Hirawata, El Magnánimo, según sus partidarios, El Sanguinario, según sus detractores, elevó el mecenazgo de los kalei shogi a la categoría de ciencia. Dictó las famosas trece reglas del trazo único, determinó la cuantía de la asignación a las familias de los artistas y estableció el título de pintor kalei shogi, que podía disputarse la elección de heredero aún antes del nacimiento de su progenie. Generalmente tal honor recaía en el primogénito, pero no eran raros los casos en que eran otros los que ocupaban el cargo. El gran Rae Shaitan fue último en nacer de sus siete hermanos. Su obra da fe de que no le fue necesario nacer antes. Un pintor del kalei shogi, a cambio de la completa dedicación de su vida al trabajo, vivía entre una estimulante profusión de ágapes deliciosos, caudalosos ríos de vino y caricias mujeriegas. Un pintor de las trece reglas vivía arropado pues por toda clase de lujos y comodidades, sí, tenía acceso a la casa de placer exclusiva del emperador y vestía ropajes de seda que competían con los de las geishas doradas de Tao Pang.


En los banquetes reales, se les excusaban sus malos modales y su baja alcurnia, dándoles asiento en el propio trono del emperador, quien se sentaba a su lado izquierdo, humillando la mirada.


Los artistas del shogi eran malhablados y groseros, pues todo su tiempo lo habían dedicado a depurar su arte, sin desviar ni una sola hora al cultivo de su propio espíritu. Esto les hacía seres amargados y retraídos, con un ego desarrollado pero escasa capacidad de comunicación con el entorno, al margen del prodigioso despliegue de esplendor que se desataba en sus lienzos.


Jaso Lakuta llegó a representar un atardecer a tales niveles de exactitud y realismo que, quienes lo veían a la hora del desayuno, a menudo salían corriendo, porque pensaban que no les iba a dar tiempo a realizar sus tareas del día. 


Los shogi de las trece tenían la capacidad de crear una atmósfera de precisión hermética, un sistema ordenado de colores que orientaban poderosamente las emociones humanas en una sola dirección, sintonizando las almas de los hombres. Las ceremonias religiosas se adaptaron al arte de los kalei shogi. Ubérrimos lamasterios organizaban anualmente la festividad del Dios shogi, una representación virtual de la divinidad de caleidoscópica forma, normalmente de naturaleza femenina, dado que los artistas shogi eran invariablemente varones. Tal era la perfección anatómica de los atributos de la diosa, tal el candor que desprendían sus ojos, que cualquier alma debía inclinarse sumisa, tal era el esplendor de su cuerpo y la belleza de su mirada. Cualquier ateo caía postrado ante tanta hermosura y empezaba a creer de inmediato, rezando a la diosa para que le permitira acariciar sus sueños. Se erigió el título de contemplador de Diva shogi, tan solicitado como caro era su acceso.
Alguna de las trece reglas fue temporalmente abolida por alguno de los cuantiosos sucesores de la dinastía Hirawata, por considerarlas impuras o despiadadas. 


Hubo una en particular, la octava regla, que detonó guerras fronterizas por su crueldad. Las guerras de la octava regla fueron sangrientas y estériles. La octava regla determinaba que el pintor debía dedicar doce horas del día a la mezcla de color de la que debía destilar su único trazo, una tarea extenuante que derivó en la aparición de una saga de kalei shogi de hombros de piedra y brazos forzudos, de semblante ceñudo y trazo temerario: los Jinga. El más conocido de los maestros Jinga es Batako Nuri, que inmortalizó en su sorei la batalla de Narayama, con tal despliegue de precisión en le trazo de las lanzas que numerosos observadores huían despavoridos ante la visión del horror que deslegaba aquella pieza maestra.Un Jinga era pintor y samurai ya que el poder de su brazo, hábil y nervudo por el manejo prolongado del pincel de mezclas y por la agresiva entrega de la ejecución de la estocada de color, difícilmente podía ser desdeñado por el emperador para proteger el imperio.