En el imperio de Japón, durante la dinastía de
los Hirawata, se desarrolló la cultura Tsei-Fu hasta el punto de que un
artista Tsei Fu era alguien respetado ya antes de su nacimiento. Los
Tsei-Fu shogis, término que significa "pintores extraordinarios de lo
extraordinario", eran contratados prioritariamente por la corte de los
Hirawata, quienes determinaban quién habría de ser nombrado Kalei Shogi, "pintor extraordinario de entre los pintores extraordinarios de lo extraordinario".
El tradicional saber Tsei Fu era transmitido de generación en generación. La doctrina y la técnica era legendaria:
Un pintor del Kalei Shogi, colocaba un solo trazo sobre el lienzo cada
día. Durante todos los días de su vida. Los cuadros eran de gran
formato, con bastidores reforzados que podrían ocultar una montaña,
siempre que fuera una no muy grande. O una de esas consabidas arboledas
que no dejan ver el bosque.
Generalmente, el artista elegía como
tema el propio paisaje que su lienzo tapaba. Su tarea de transposición
de la imagen al lino era considerada sagrada, y dedicaban a ello toda su
vida y energía, día a día y hora tras hora.
Aunque sólo se trataba
de un trazo al día, el trazo debía ser minucioso y preciso, con una
mezcla cuidadosamente ponderada de los mejores pigmentos del territorio,
ocasionalmente se importaban tinturas a China o a La India, para que el
resultado de los acabados fuera lo más brillante posible.
Taganaka
Hirawata, El Magnánimo, según sus partidarios, El Sanguinario, según
sus detractores, elevó el mecenazgo de los kalei shogi a la categoría de
ciencia. Dictó las famosas trece reglas del trazo único, determinó la
cuantía de la asignación a las familias de los artistas y estableció el
título de pintor kalei shogi, que podía disputarse la elección de
heredero aún antes del nacimiento de su progenie. Generalmente tal
honor recaía en el primogénito, pero no eran raros los casos en que eran
otros los que ocupaban el cargo. El gran Rae Shaitan fue último en
nacer de sus siete hermanos. Su obra da fe de que no le fue necesario
nacer antes. Un pintor del kalei shogi, a cambio de la completa
dedicación de su vida al trabajo, vivía entre una estimulante profusión
de ágapes deliciosos, caudalosos ríos de vino y caricias mujeriegas. Un
pintor de las trece reglas vivía arropado pues por toda clase de lujos y
comodidades, sí, tenía acceso a la casa de placer exclusiva del
emperador y vestía ropajes de seda que competían con los de las geishas
doradas de Tao Pang.
En los banquetes reales, se les excusaban sus
malos modales y su baja alcurnia, dándoles asiento en el propio trono
del emperador, quien se sentaba a su lado izquierdo, humillando la
mirada.
Los artistas del shogi eran malhablados y groseros, pues
todo su tiempo lo habían dedicado a depurar su arte, sin desviar ni una
sola hora al cultivo de su propio espíritu. Esto les hacía seres
amargados y retraídos, con un ego desarrollado pero escasa capacidad de
comunicación con el entorno, al margen del prodigioso despliegue de
esplendor que se desataba en sus lienzos.
Jaso Lakuta llegó a
representar un atardecer a tales niveles de exactitud y realismo que,
quienes lo veían a la hora del desayuno, a menudo salían corriendo,
porque pensaban que no les iba a dar tiempo a realizar sus tareas del
día.
Los shogi de las trece tenían la capacidad de crear una
atmósfera de precisión hermética, un sistema ordenado de colores que
orientaban poderosamente las emociones humanas en una sola dirección,
sintonizando las almas de los hombres. Las ceremonias religiosas se
adaptaron al arte de los kalei shogi. Ubérrimos lamasterios organizaban
anualmente la festividad del Dios shogi, una representación virtual de
la divinidad de caleidoscópica forma, normalmente de naturaleza
femenina, dado que los artistas shogi eran invariablemente varones. Tal
era la perfección anatómica de los atributos de la diosa, tal el candor
que desprendían sus ojos, que cualquier alma debía inclinarse sumisa,
tal era el esplendor de su cuerpo y la belleza de su mirada. Cualquier
ateo caía postrado ante tanta hermosura y empezaba a creer de inmediato,
rezando a la diosa para que le permitira acariciar sus sueños. Se
erigió el título de contemplador de Diva shogi, tan solicitado como caro
era su acceso.
Alguna de las trece reglas fue temporalmente abolida
por alguno de los cuantiosos sucesores de la dinastía Hirawata, por
considerarlas impuras o despiadadas.
Hubo una en particular, la octava
regla, que detonó guerras fronterizas por su crueldad. Las guerras de la
octava regla fueron sangrientas y estériles. La octava regla
determinaba que el pintor debía dedicar doce horas del día a la mezcla
de color de la que debía destilar su único trazo, una tarea extenuante
que derivó en la aparición de una saga de kalei shogi de hombros de
piedra y brazos forzudos, de semblante ceñudo y trazo temerario: los
Jinga. El más conocido de los maestros Jinga es Batako Nuri, que
inmortalizó en su sorei la batalla de Narayama, con tal despliegue de
precisión en le trazo de las lanzas que numerosos observadores huían
despavoridos ante la visión del horror que deslegaba aquella pieza
maestra.Un Jinga era pintor y samurai ya que el poder de su brazo, hábil
y nervudo por el manejo prolongado del pincel de mezclas y por la
agresiva entrega de la ejecución de la estocada de color, difícilmente
podía ser desdeñado por el emperador para proteger el imperio.