lunes, 11 de agosto de 2014

NADIE TE PREGUNTÓ

Uno

Lunes, 6 de agosto de 2074

La puta se me puso enferma de un día para otro. La metí en la alcoba y le ordené que permaneciera en cama.
Por favor, le rogué, mis manos apretando sus hombros suaves, oponiéndose a los débiles intentos que hacía por incorporarse, vencida por su propio cansancio.
Parecía pequeña y frágil, mi puta, rodeada como estaba de esa bruma acolchada que acompaña y ablanda a los enfermos. Allí tumbada era apenas un suspiro, arropado y silencioso, que dilataba con su exigua presencia las paredes de nuestro dormitorio.
Las persianas, bajadas casi por completo, lanzaban su legión de ojos iridiscentes sobre las sábanas, lúcidos espías en la sombra, tratando de desvelar el misterio de su cuerpo menudo y caliente.
Yo tenía que salir urgente, no podía demorarme. Ella restó importancia a su situación y me dijo que estaría bien, que marchara tranquilo. Le prometí que volvería lo antes posible. Y le aseguré que pararía en una farmacia antes de mi regreso. Salí a la calle deprisa, casi huyendo.

La verdad es que estaba bastante preocupado. Recorrí el camino hasta la consulta a buen ritmo, pero con absoluta desgana. No me apetecía gran cosa hablar de mi puta. Con nadie. Y mucho menos con Marta.
Marta Hierro es mi psicóloga. Los lunes, antes del turno de tarde, asisto a terapia durante una hora. Ella me atiende personalmente. O, por mejor decir, todo lo personalmente que podría atender una mujer así.
Según la empresa, se había detectado en mi persona cierta actitud disidente que hacía recomendable la atención de un especialista. (“Nada preocupante, por el momento, no, no, nada de eso”, había insistido el señor Lanflelou.
Pero, sin ser algo grave, dicho esto siempre según la empresa, debía tratarse. (“Claro, claro, claro”, aclaró reiteradamente el señor Lanflelou. “Es mejor prevenir que curar, ya sabe usted”, frotaba una y otra vez sus manecitas de mosca.)
Pero lo único que yo sabía es que me encontraba fenómeno: comía con apetito, dormía perfectamente y, en conjunto, mi vida no me preocupaba en absoluto. Lo que debería ser algo positivo, digo yo. ¿O no?
Puede que me faltara algo de ambición, de acuerdo; pero, salvando un moderado relajamiento en el cumplimiento de los horarios y una marcada reticencia a aceptar los convencionalismos sociales, yo no advertía mal alguno. Aunque es bien cierto que a uno le falla a veces la perspectiva necesaria y se equivoca al apreciar estas cuestiones.
Ahí estaba el caso de Lorenzo Schiffer, lo reciclaron en un tiempo récord. Fobia social, le diagnosticaron tras unas pocas sesiones. Después de eso dudo mucho que volviera a cruzarme con él en ningún pasillo.
Quizá fuera eso lo que me decidiera a aceptar el consejo, que implicaba más bien una orden inexorable, y me impulsara a ponerme en manos de los profesionales. (Aunque me temo que, en mi fuero interno, lo que en realidad pretendía era demostrar a todos lo equivocados que estaban. Tal vez sí que fuera un rebelde, finalmente.)

En la calle hacía un calor sofocante. Al pasar frente a Houser, el gran centro comercial, el sol refulgía en las enormes cristaleras de las plantas superiores. El hiriente disco blanco se multiplicaba en los reflejos para golpear con saña a los pocos transeúntes que se habían aventurado a abandonar sus madrigueras. Era una sensación rara avanzar bajo aquel asfixiante castigo e ir notando sucesivamente sobre la piel flash flash flash el mordisco tiránico de los ventanales conforme se deslizaban escupiendo fuego, flash flash, un calor arropando a otro calor muy hondo.
Sentada en el suelo había una vieja harapienta, arrugada como una pasa. Se lamentaba en voz alta de aquel bochorno infernal. Como si aquello fuese a concederle la piedad de tan inclemente flama. Deseé que los servicios sociales la retiraran pronto de allí. Seguramente ya habría notificado alguien.
Un semáforo inoportuno emergió como un monolito, cortando el camino. Pronto, aquellos puntitos que antes viajaban dispersos por la descongestionada arteria urbana, se vieron congregados frente a aquel poste luminoso. Una suerte de coágulo paralizado bajo el sol aplastante. Un efímero enjambre de polillas humanas, proclives, a su pesar, al hechizo de las enfermizas luces. Luz de semáforo. Luz de sol. Luz de neón.
Aguardé con estoicismo a que llegaran los parpadeos rojos, el giro al verde liberador. Dejé que fueran ellos los que se achicharraran en su propia prisa, cocidos en su salsa, mientras yo quedaba unos metros atrás, apurando la escueta sombra de una cornisa.

En la esquina cercana, un hombre con camisa y corbata de vivos colores discutía alegremente con una mujer joven, su puta tal vez. El pellejudo bulldog que les acompañaba, se diría que aburrido del espectáculo, miraba a algún lugar perdido en el horizonte.
De improviso, entre risas, el de la corbata azotó a la mujer en la cara. Lo hizo en una fracción de segundo, utilizando el asa de cuero de la correa del perro. Las risas impostadas del hombre se permitían sugerir la ingravidez del momento. La boca de la mujer, en cambio, subrayaba con un hilillo de sangre la violencia del trance. Ella se sobrepuso pronto: fingió una sonrisa, cargada de promesas funestas, y sus chispeantes ojos negros amenazaron cumplirlas. El perro la miraba desde abajo con expresión airada. “Yo a ti no te conozco, amiga”, parecía decir su mirada jadeante y acuosa.
Un señor maduro se dispuso a intervenir. Al ver los numerosos rostros censores que le rodeaban, lo pensó mejor y siguió a lo suyo.
En cuanto a mí, bueno, me dije que no es posible cambiar los acontecimientos presentes con argumentos caducos. Sobre todo cuando uno ya está tan vencido como tales argumentos. En todo caso, no tuve especial dificultad en mirar hacia otro lado.
El sujeto que estaba a mi diestra, un adolescente sudoroso que había presenciado la escena con su monopatín bajo el brazo, me hizo un guiño cómplice. Me dieron ganas de ponerle el ojo morado y decirle: “Me temo que te está fallando la perspectiva a ti también, muchacho”.
Por encima del flequillo erizado de aquel idiota vi asomar una cruz verde, en la misma dirección que yo debía tomar.

El impertinente semáforo cambió al fin, con cierta brusquedad. El grumo se deshizo al mismo tiempo que aquellos segundos pétreos. Hubo frenazos, algún comentario jocoso, codazos impacientes, algunas tímidas protestas. Del mismo modo que un guante de látex oculta con empeño la mano del carnicero, el ritmo de la ciudad terminó cubriendo con su ruido aquella realidad sórdida.
Aún tenía tiempo de comprar la medicina. Si lo dejaba para después de mi visita a la doctora Hierro, pensé con una certeza no exenta de remordimiento, era más que probable que se me olvidara.

Me dirigí hacia la cruz. Siempre hay una cruz, al final.

Dos

Lunes, 6 de agosto de 2074

Ella aguardó su marcha. Sólo cuando oyó cerrarse la puerta del apartamento, sacó del cajón de la mesita de noche el sobre con las pruebas médicas.
“Parece mentira lo lento que se avanza en según que cosas. Extraer algo malo del interior de alguien tendría que ser hoy día algo infinitamente más sencillo; algo tan fácil como sacar un informe de un cajón, maldita sea”, pensó al borde del llanto.
Aunque el texto le era de sobras conocido, volvió a leerlo. Confiaba quizá en que, al pasar tantas veces sus ojos por esas líneas, tal vez sus letras terminarían por gastarse, como el asfalto de una carretera muy rodada. Donde ahora ponía tumor, algún día borroso pondría rumor. Y así todo. Si lo leía lo bastante, puede que aquel papel terminara por deshacerse entre sus manos como un mal sueño. Sus labios se movían silenciosos, podría estar rezando, conforme avanzaba e iba tropezando con los términos fatídicos:
pólipos, biopsia, carcinoma, metástasis, oncológico.
Avanzar por aquella hoja de papel era tan peligroso como correr a través de un campo minado. Era esquivar una de esas palabras explosivas… Y justo tropezabas en la siguiente. Escuchaba el chasquido bajo sus pies y tenía que quedarse allí clavada, clac, desactivando el pánico ascendente, sorprendiéndose de que el vello de sus brazos fuese capaz de erizarse a la misma velocidad que sus pensamientos, como una horda de antenas cutáneas que sintonizaran al unísono Radio Miedo, ah, pero no es un programa, y ojalá lo fuera, uno de esos en los que la sintonía de cierre anuncia el fin de la pesadilla, pero qué va, nena, ni se te ocurra mover los pies, no vayas a hacer nada que anticipe la llegada de la terrible conclusión de los análisis, tómalo siempre con calma, como si se tratara de algo nuevo que ya has ido asimilando, un mismo avión que intentaste perder pero que se estrella una y otra vez contra la pista de la misma destrozada terminal de tu cabeza. No importaba lo que hicieran los controles de policía de tu mente cansada, no importaban las diversas medidas antiterroristas que en tu imaginación improvisaras, todo eso daba igual: el avión siempre iba a caer allí, indefectiblemente, cáncer, cáncer, el peor de los trópicos y el peor de los tópicos.
Puso a Gerard pilotando la nave. Estaba guapo en su impecable uniforme de piloto. Aunque a ella le hubiera gustado vestido de cualquier manera. Lo intentó de nuevo y lo sentó desnudo frente a los mandos. Así le gustaba aún más. Siempre había estado un poco loco. Le gustaba Gerard. Su piloto loco. Le gustaba de una forma irracional, ventral, vesánica. Decir que andaba enamorada sería añadir a la fórmula tradicional unas cuantas medidas de progesterona y otras sabrosas hormonas femeninas. El enorme placer que le reportaban las pequeñas cosas que se referían a Gerard -estar a su lado sin hablar, mirarle a escondidas mientras él se afeitaba ante el espejo o acogerle entre sus caderas al caer la noche-, no soportaba un análisis minucioso. Y ella lo sabía. Amor era una palabra desmesurada para definir esas emociones que, siendo tan primarias, resultaban tan secundarias. Amor era otra cosa, cuando existía. Eso era un hecho. Pero no un hecho frecuente, desde luego. Lo cierto es que las relaciones interpersonales habían llegado a tal punto de deterioro, que era más fácil  encontrar una pareja de tigres dándose besitos que una pareja de humanos enamorados. Por otro lado, su pacto distaba de ser un paraíso. Gerard resultaba a ratos soberbio. Y aun, unas cuantas veces más, abiertamente inaguantable. Con esa clara tendencia suya a marcar el territorio restregando su rabo entre las piernas de ella. Estaban además esas ideas suyas, ideas compartidas por todos, en realidad, pero que al ser defendidas por él parecían pertenecerle más que a ningún otro. Ideas que le dolían dentro como zarpazos. Le dolían más que la conciencia de ese mal que se abría camino dentro de su vientre, con la misma ciega determinación con que una tribu bárbara, sedienta de sueños hegemónicos y cabalgando caballos enloquecidos, se abriría paso a través de los pastos.
Aquel latido abdominal, más molesto que doloroso, persistente como el presentimiento de un acontecimiento futuro que buscará materializarse a través de la encarnación en un dolor insoportable, lo ocupaba todo.
“Una serpiente recién alimentada debe sentir una incomodidad parecida al enroscarse y desenroscarse a lo largo de una mala digestión”, pensó algo distraída. Sentía las evoluciones del almuerzo en sus tripas con una nitidez intolerable. Había almorzado frugalmente. “Como un pajarito”, había dicho Gerard. Lo recuerda bien porque, al oír aquella frase, por un extraño acto reflejo de su cerebro, ella había interiorizado la comparación como si se tratara de un presente de indicativo, yo como un pajarito, visualizando su intestino como un ente orgánico, un monstruo con vida propia que habitaba su interior, una pitón anoréxica que acabara de zamparse a un gorrión de un bocado y que se arrepintiera al instante de haberlo hecho. El pájaro dentro, piando y aleteando rabiosamente, y el reptil notando los retortijones a lo largo de su blando cuerpo, tratando de regurgitarlo, sin éxito.
En la duermevela, leyó su vida en las escamas del ofidio. Su nacimiento estaba en la punta de la cola, si es que las serpientes tienen tal cosa; su muerte estaba en la boca del monstruo. Conforme se acercaba en la contemplación de las imágenes al momento presente, constató que la cabeza de la serpiente le quedaba peligrosamente cerca. Probó a leer de nuevo, nada que hacer, con las escamas debe pasar como con las letras, que nunca se borran y todas se pagan al final. Debe ser por eso que, cuando llega una letra, se queda uno escamado.
Vino entonces un nuevo y desagradable retortijón y la serpiente desplazó con su cuerpo sinuoso todas aquellas ideas que se habían ido acurrucando en torno a ella. Más que ante un presente de indicativo, y fue lo último que pensó antes de caer dormida, estaba ante un indicativo de presente: el cáncer, egoísta, reptaba por su momento actual, señalando con su dedo estirado y despótico un lugar concreto de su cuerpo, lugar infectado que ocupaba cualquier hueco de sus pensamientos que no fueran para él.
Luego vino el sueño y la serpiente se la tragó. Sin contemplaciones.