sábado, 27 de noviembre de 2010

La tela de Noé

Sevilla, 21 de Noviembre de 1997

Estimado colega:

Por considerarlos de su exclusiva competencia, le envío algunos de los documentos relacionados con el caso Ablanedo. La cita apocalíptica con que comienza el texto fué hallada en papel aparte (que asímismo adjunto), y no es de puño de Ablanedo. A pesar de haber removido un par de bibliotecas, no he podido dar con la fuente. Descubrí, eso sí, nuevas referencias al Dominus domini en los diferentes volúmenes de la Historia Natural de Plinio.

Como sabe, lo extraordinario de este asunto es la desaparición de D. Máximo Ablanedo Figueroa, de quien en los próximos días enviaré a su despacho un informe pormenorizado. In situ, el inspector Arjona describió la situación como "un suceso más de piromanía, con una fatal curiosidad por el resultado". No obstante, la solución no comparte su laconismo. La primera sorpresa la depararon los análisis del laboratorio, al confirmar la ausencia de restos orgánicos entre los escombros del número 37 de la calle Salamanca. Esto viene a descartar la defunción del doctor Ablanedo en el incendio declarado en su domicilio a las 21:07 horas del día dos del corriente. Además está esa cajita...

Después de estudiar los informes clínicos solicitados al Hospital Neurológico Virgen del Rocío, así como la carta autógrafa anexa (prácticamente ilegible en sus últimos párrafos), considero que el eminente antropólogo se encuentra en paradero desconocido por motivos que obedecen a su sola voluntad. La posibilidad de un secuestro, aunque hoy por hoy no deba desestimarse, parece remota. La carencia de enemigos conocidos, así como los malos momentos que atravesaba Ablanedo a nivel personal, apuntan más bien a un episodio de locura. Tengo para mí que fué él mismo quien prendió fuego a su propiedad, dándose a la fuga posteriormente.

El seguro del inmueble cubre una cuantía mínima de los daños. La compañía (Ludwig Inc.), tras un examen rutinario de la zona, ni siquiera se ha molestado en iniciar averiguaciones. Preguntarnos por el móvil es pues preguntarnos por Ablanedo. Sólo él puede saber por qué lo hizo.

Las únicas pistas las brinda una pequeña caja metálica que se salvó milagrosamente de la quema. En su interior fueron hallados los siguientes objetos:

-Un dibujo de autoría desconocida (mando copia parcial).

-Un sobre conteniendo la carta y la anotación arriba mencionadas. (Acompaño copia mecanografiada completa)

-Una llave que corresponde a la cerradura de la que fué puerta de la mayor estancia de la vivienda. (Bajo custodia judicial).

Otro aspecto a resolver lo constituyen las manifestaciones de algunos testigos presenciales, que afirman haber visto brotar un gran pájaro de fuego (¿?) del tejado de la casa en llamas.

Como ve, apenas hay por donde empezar.

P.D. Entre los cascotes calcinados persiste un penetrante olor a jardín zoológico... Ja ja ja. Llámeme cuando termine. Podemos cenar en Gauchos: Paga quien exponga la teoría menos interesante.

Reciba un cordial saludo.

Capitán Luis Ferrer

Brigada Criminal

Y el firmamento entero se incendió, como si la suma

de los amaneceres precedentes no fuera sino pálida

sombra de aquél día primero en que la Tela de Noé

se extendió sobre el mundo

Dominus domini, 35, 4.

LA TELA DE NOÉ

Me llamo Máximo Ablanedo. Es posible que mi nombre les resulte vagamente familiar. Lo cierto es que durante algun tiempo fuí llevado en las frágiles alas de la prensa. Aquel efímero reconocimiento a mi labor de investigación pronto cedió terreno ante la manifestación en mi persona de lo que los psiquiatras se obstinan en llamar paranoia. Así fué como, por prescripción facultativa, me ví obligado a hipotecar mi identidad, y con ella, el favor de los demás. En breve plazo pasé de la admiración al escarnio. El orbe científico se burló de mi trabajo y hubo quien llegó a acusarme de ser un vulgar impostor, un desenterrador de escrituras apócrifas que fingía demencia para saltar a la fama.

Más tarde llegó el olvido. Al principio lo agradecí como un bálsamo con el que aliviar las heridas de la crítica. Luego lo maldije, porque la soledad me entregaba por completo al obsceno hábito de la contemplación. Era pasar las horas rendido frente a ella, medio oculto en la penumbra del cuarto grande, yerto en el constante asombro.. Creo que nunca he vivido (ni he muerto) tan intensamente como estando a su lado.

Les juro a ustedes por lo más sagrado, por Ella, que no entiendo como pudo Max recorrer tan deprisa la distancia. Esa laaaaarga distancia que media entre el respeto por uno mismo y la desintegración. Sigo creyendo que no está más loco que quienes le acusan de estarlo. Si bien debo admitir que se han evaporado sus últimos vínculos con el mundo anterior (anterior por incompleto, por quimérico). Oh, pero si ustedes vieran, no termina de llamar la atención un leve estremecimiento de la tela, un brillito de nada, y al mirar hacia ese punto distingo el ojo de una cebra que me observa desde la maleza. Dentro de sus cuatro fronteras, la repetición ha sido abolida. Nada por aquí, nada por acá. Sucede como en alguno de esos mitos de la Filosofía, el árbol que cae en un bosque desierto, inhabitado; el pirata que entierra su tesoro en una isla, muriendo poco después sin comunicar a nadie su secreto. Mientras escribo estas líneas me pregunto qué nuevas monstruosidades se estarán gestando entre sus hilos. Si ciertas cosas no hubieran sucedido, yo seguiría gozando de la simpatía de los doctores y de una relativa popularidad. Continuaría soñando sin saber que soñaba. Justo como ustedes. Pero el árbol del bosque me cayó encima. Sí, ya sé, se supone que yo no debía andar por allí... Es agitar un poco las manos en el inagotable vertedero de la Historia y ¡zas!, topaste con el tesoro atroz. Debe ser que estas cosas pasan así. Debe ser que somos vulnerables al azar de los encuentros.

Hablar de Ella me resulta tan difícil como necesario. ¿Han tenido alguna vez una novia horrible?. Me he cansado de oír los "¿pueden ladrar los búfalos, Max?" y los "¿acaso cabe el mar en un dedal?". Estuve tentado en varias ocasiones de enfrentarles a la verdad (la auténtica verdad), encerrarles unas horitas con Ella, hundir su ignorancia y su falta de fe en ese piélago inmundo donde la totalidad es una religión meticulosamente practicada. me disuadieron siempre la compasión y el convencimiento de que no hallaría ningún alivio contagiando mi dolor. Sólo en su ausencia podré comunicar lo que sé. Los locos lo son cuando no existe aquello en lo que creen. Por fin seré libre. Por fin seré loco. De verdad.

Los pocos amigos que conservo me instan con voz plañidera: "Tienes que salir de ese estado letárgico. Hace tiempo que vives fuera de la realidad, Max. Te estás destruyendo. A menudo hablas de tí como si de un extraño se tratara. Reacciona." Y Max replica "¿La realidad?. Esa vaina es tan estrecha que no quepo. Vosotros no podéis comprender que el tiempo y el espacio se reducen a una sucesión de hilos entrelazados que se contiene a sí misma.... Lo vuestro, lo que antes era nuestro, es puro ectoplasma geométrico, una repugnante sopa de rutinas que no pienso volver a tragar. Ya no tenemos nada en común." Y ellos se van marchando poco a poco, uno tras otro, cabizbajos y compungidos.No ha desaparecido el último por la puerta cuando Max corre a encerrarme al cuarto grande. Y así siempre. Y ahora un orangután. Si ustedes vieran. Su pelo rojo, finamente dibujado, ondea suavemente al dulce compás del tejido. Hace una semana aposté a que no aparecerían más simios, fíjense... Antes había ahí mismo un oso panda masticando un tallo de bambú. Pero eso era antes. Al menos eso creo. Cerraré la ventana. El viento no cesa.

A veces, por inercia, reviso mi pasado. Un pasado estudioso que me arrastró a Turquía en abril de 1994. Un pasado de fatigadas pesquisas que me puso en la pista de un importante pergamino otomano, el Manuscrito de Gallípoli. Hoy se puede admirar en la Galería Davemport. Ayer era otro olvido más de uno de los libros de uno de los febriles anaqueles de una de las bibliotecas del rico Ibn Sefn. Un lugar que encierra un libro que encierra un lugar que encierra. El Manuscrito aporta interesantes novedades acerca del triunfo de Solimán II sobre la ciudad de Estambul. Estos datos cautivaron la curiosidad de los historiadores. Los hechos que trato de explicar, no tanto para que los crean como para librarme del peso de su silencio, arrancan de este descubrimiento. Apartado en mi creciente fortaleza, recuerdo las cúpulas doradas de Estambul, alzándose sobre el Cuerno de Oro, sobre la inquietud de los hombres. Recuerdo, en ese color gris de las pesadillas, las dificultades con la lluvia y el barro en un paso de el Tekir Dag. Recuerdo, una por una y como si de la mía se tratara, las caras de los asaltantes kurdos. Pero nada recuerdo mejor de Turquía que la tienda de Nihat, en el zoco de Smirna. Su puerta, alumbrada por un sol pequeño y polvoriento, se abría al final del mercado como la boca hambrienta de un niño goloso. Cual un aliento almizclado, manaban de ella los olores del mundo. Entré. El aire enrarecido me envolvió en un abrazo oscuro. Estaba hojeando unas láminas de Escher cuando reparé en lo que al comienzo tomé por una alfombra. (Puede que yo traspasara aquel umbral fatídico sólo para reparar en Ella, para que Ella reparara en Max, en mí). Estaba enrrollada bajo unas estanterías que se desmayaban bajo el peso de tantos frascos de especias. Y se prolongaba hasta más allá de la puerta trasera, de la cual pendía una de esas cortinas que tratan inútilmente de impedir la entrada de las moscas. Atada por numerosas cuerdas, volvía su cara hacia el interior. Uno de los ángulos colgaba con languidez, un gesto de coquetería tal vez. El aparatoso desenfado en su actitud debió haberme alertado. Aprecié algunos desgarrones que denotaban un deplorable estado de conservación. Se acercó Nihat, el mercader. Mejor decir que Nihat transcurrió. Primero no estaba. Eso seguro. Y luego estaba como si llevara allí horas. Son cosas que... Pero claro, ustedes no comprenden. En un turco empalagoso me ofertó un lote de objetos que incluía el único que pretendía vender. El precio me pareció increiblemente bajo. Pagué sin regateos. Timeo danaos et dona ferentes. Así fué como el almacén de Nihat me escupió a las sucias calles. Ya no volvería a ser el mismo.

Por cierto que a medio metro del ángulo inferior izquierdo y al lado de los ratones de agua acaba de asomar un colibrí con las alas desplegadas. Me pongo a buscar un guacamayo que anida en este trozo. Tiene deslumbrantes plumas amarillas y rojas y un ganchudo pico azul (pero, qué tonto, debo decir anidaba, debo decir tenía, muy a pesar de que siga anidando, de que siga teniendo las mismas bonitas plumas y el mismo pico, curvo hasta lo doloroso). Yo loco loco y Ella loquita. Mutar eternamente. En el lugar que ocupaba el guacamayo, encuentro la cabeza de un lobo gris. Me echa un vistazo de fuego y miel y al poco se deshilacha entre las plantas. Me aterra lo escurridizo de los iconos. "Ya, pero mira, ¿crees que las arañas tejen conforme a patrón?. Lamento que te estés volviendo mochales, de veras."

Fué en el Manuscrito de Gallípoli donde tuve por primera vez noticias de la Tela de Noé, un arma abominable que eclipsaba el poder de los reyes. Traduzco textualmente: "...tres veces tres veces acudieron a advertirles de la necesidad de tomar una decisión, y tres veces tres veces fueron desoídos sus consejos. Las tropas de Solimán II, el Magnífico, avanzaban inexorablemente mientras los señores de Damasco se ahogaban en vino y escondían sus nobles cabezas entre los senos de sus esclavas. Con los ojos anegados en llanto, entraban y salían de la cámara que Alá nego a los simples. Unos bramaban enloquecidos, otros balbucían insensateces impropias de su rango. Ninguno de nosotros pudo arrancarles a su ensimismamiento. Pregunté a Ismail si no le importaba perder la guerra y respondióme entre jocoso y ofendido que cómo podría preocuparle perder una si ya las había perdido todas, las anteriores y las venideras.Corría el rumor de que a Solimán le asistía en el combate la sombra del fenecido Selim,, reunido con él por obra de la hechicería. Mas no fue ésta la razón de nuestra derrota. Los generales que debían dirigirnos se extraviaron en el espejo de Noé, el paño maldito del Ararat. Tal fue la razón. Alá les niegue el eterno reposo."

Pasaron más de tres años hasta que volví a notar su presencia. Entre los cachivaches de la buhardilla, envuelta en polvo, parecía aún más indefensa que la primera vez que la ví. Ya en la planta baja, la extendí en el suelo. Al tercer día de mirarla ( aratos tan sólo, no crean, nada obsesivo en ello), noté que algo no iba bien, un raro bailoteo aceitoso, cómo explicar. Luego estaban aquellos seres. Seres vivos. Era encararlos un par de minutos y sentir unas ganas irrefrenables de tumbarme junto a ellos, de compartir sus lenguajes imposibles. Pronto fue dejar pasar los días retorciéndome como una serpiente,gruñendo como un jabalí,rugiendo como una pantera, presa de una fascinación morbosa. Siento nostalgia de esa vaga forma de felicidad. Las fieras y otras alimañas tenidas por peligrosas se encuentran en aquellas zonas de la tela que abundan en desgarrones. Tigres, ocelotes, glotones o rinocerontes se hallan siempre cerca de aquellos lugares en que el tejido presenta un mayor deterioro. Aventuro los frustrados intentos de fuga,su lucha por escapar a la esclavitud de la tenue urdimbre. De igual modo que cambia la ubicación de las bestias, se transfiere (transfierencias) la situación de los descosidos. Porque cambian, ¿saben?. Quedo un momento mirando las elegantes evoluciones de una garceta, o la incesante labor de un tapir que busca raíces. Y ocurre. Tranquilamente. Sin aspavientos de ninguna clase. Antes trataba de cotejar los animales limítrofes. Primero rodeaban al tapir un zorro que perseúía a una liebre que perseguía aun saltamontes. Más allá se vislumbraba a una gacela acechada por un grupo de hienas escuálidas. Y encima, flotando en el miedo terso y helado de la gacela, había un picabueyes.. Pero eso era... Ahora, al lado izquierdo del tapir, ese cerdo narigudo y blanquinegro, caramba, dónde demonios se ha metido. Sucede con tal naturalidad que resulta improcedente preocuparse de cómo ha pasado. Supongo que es una suerte de río. Una corriente de imágenes. Una vez quise sujetarla cuidadosamente al muro, después de haber desprendido de él todos los objetos que intentaban vestir su desnudez. Pero en seguida me di cuenta de que se derrumbaría. Aún me veo pensando, sabiendo, que sería demasiado peso, ¿entienden?, no por la tela, no, tan liviana como la seda, sino por todo lo que contiene. Mejor en tierra firme. Era tumbarme desnudo sobre Ella, y ver las cosas como bajo el agua, como cuando me sumergía en la piscina de Max y echado en el fondo veía el tembloroso sol y las nubes que titubeaban alrededor. Me aterrorizaba pensar que el exhaustivo catálogo de animales se redujera a los machos. Temía la posible versión en otra tela de todas y cada una de las hembras robadas al diluvio. Pero están aquí también. Están todos aquí.

Grandes ojos glaucos iluminan la honda espesura. Prometen la fiera y la leve criatura. Un murciélago, fruto imposible, cuelga de una rama. Sus orejas lo oyen todo, te oyen, se oyen. Invocan la creciente tiniebla cien ruidos infernales, unos tan apagados como el susurro que lubrica la blanda caída de la lechuza sobre una musaraña, otros tan potentes como la ira del león, que raja el cielo y agita la penumbra. La noche es un solo animal, mitad agónico, mitad rebosante de vida. Cuerno y colmillo danzantes. Latir de pezuñas que, sólo tal vez, pisotearán el alba azul. Agua. Y en ella los peces. Todo nada. Una vida sigilosa como la muerte afilada que de ella se nutre. Aire. En él, vigilantes, las águilas. Bajo la tierra, las galerías del topo. Saltando en el lodo, el sapo. Sólo tal vez. Patas de corzo, soplo de viento. Desde el principio, se repite el cuento.

No sabría decir en qué momento resolví quemarla. Aunque mi decisión es firme, lo cierto es que me siento incapaz de vivir sin Ella. Demasiado sencillo, demasiado hermoso. Me niego a pensar en el suicidio, pero me atrevo a creer en una resurrección de la tela y de lo que ella alberga. Creo en su inmortalidad y en sus tortuosas venganzas. Creo en mi cercano fin. Confío en que, en tal caso, esta carta sea tenida en cuenta. Las estrellas saben que, si logro salir con vida, poco ha de importarme que se atiendan o no las razones que en ella se exponen. Mas, si la muerte me alcanza, es mi afán que estas líneas sirvan de advertencia y constituyan un fiel testimonio de cómo pueden llegar a amancebarse lo diabólico y lo divino. Nadie se ha perdido al encontrar un consejo. Manténganse al acecho. Duden de las apariencias. La tela es astuta.

La miro mientras se pone el sol. Su piel anochecida brilla con los últimos rayos. Un cuerpo de junco que se mueve entre las matas con ese descuido engañoso de los felinos. La nariz ancha, los pómulos salientes y la boca grande, de gruesos labios,.le confieren una belleza feroz. Sólo la visten sus largos cabellos, su natural falta de pudor. Me invita a entrar en ella. Su vientre, tenso como la piel de un tambor, retumba entre mis sienes una y otra vez. Y yo me sumerjo en él, como si hubiera estado esperándolo desde siempre. Casi no me sorprende sentir en mis hombros el roce de la hierba crecida. A través del fuerte zumbido de mi deseo, me llega el otro, el de los insectos, la rumorosa vida de la selva. Vuelvo mi cara al cielo, como un animal acabado, y encuentro los ojos acuosos de Max, que me miran incrédulos. Ella tira suavemente de mi mano y me atrae al interior de la fronda. Es correr en vertical, dejarse tragar por las plantas que hay enfrente, que hay debajo, que hay entre mí y Max. Ya es sólo arrojarme a la espesura, huir de esta cara de susto al ritmo elástico de sus piernas. Amarrado a sus caderas como una hiedra, escapo de esa boca abierta, de aquella llama que tiembla entre las manos de Max. Los vi esconderse tras los árboles. No sé si quise impedirlo.

Al otro mar, al océano de marfil.

Sevilla, 1997