lunes, 11 de abril de 2011

COSAS QUE PASAN CUANDO A UNO LE DESPIERTAN

Menuda historia. Yo estaba sentado, mano sobre mano, rumiando alguna hipótesis plausible. Algo más allá, Álvarez hojeaba con desgana el periódico de la víspera. Con las primeras luces la estancia cobraba un aspecto desangelado. Era como si los feos contornos del funcional mobiliario de oficina se desperezaran para sacudirse un mal sueño. Los restos de la cena inconclusa de la noche anterior nos miraban acusadores desde la mesa. Un par de moscas se hacían la corte sobre los restos de un muslo de pollo. Las navidades son unas fiestas entrañables, claro que sí. Porque te remueven las entrañas.

El agente Juan Blasco entró en la sala de guardia, dejando atrás el pasillo que conduce al depósito de cadáveres. Vino a sentarse pesadamente junto a nosotros. Su palidez, acentuada por la luz mortecina de los tubos fluorescentes, no presagiaba buenas noticias.

-¡Vaya, Blasco!, cualquiera diría que acabas de ver a un difunto-, bromeé sin mucho entusiasmo.

-Y que lo diga, capitán. Nuestro hombre está ahora frío, de eso no hay duda.- Blasco encendió un lúgubre fósforo. Arrimando la lumbre a un cigarrillo, puntualizó:-Anoche, sin embargo, iba bien caldeado.

Los otros dos le miramos inquisitivos.

-¿Iba mamado?-, terció Álvarez.

-Más que un lechón. Ardería una semana si le acercara esto.-Agregó Blasco, mostrando la brasa.

-Bueno, ya sabéis lo que dice ese villancico sobre los peces en el río- dijo Álvarez. Y, poniendo su mejor voz de borracho, se puso a tararearlo mientras simulaba pegarle un trago a una imaginaria botella de algo que no era agua.

-Nuestro fiambre iba esta madrugada muy animado, armando un jaleo espantoso, hasta que nuestro detenido… bueno,… lo dejó seco. Muchos otros vecinos habían llamado ya a la central para quejarse del alboroto, antes de que se produjera el… hum, desgraciado incidente. Por lo demás los forenses no tienen nada de nada. Al menos de momento. Aún tardarán un buen rato en llamarnos desde El Juzgado, para trasladar a nuestro huésped.

- Bueno, pues parece que no podemos hacer mucho por ahora.- Aduje con desgana.-¿Qué tal si entretanto echamos unas manos al póquer?

- Por mí de acuerdo. –Dijo Álvarez, barajando ya.

Mientras Álvarez repartía, observé la estancia que ocupaba el fondo de la comisaría, aún sumida en la más densa oscuridad. En la zona de la estancia que ocupábamos la penumbra de la sala iba siendo vencida por el tímido amanecer invernal. La oscuridad se hacía más y más densa hacia el área del calabozo, permitiéndome distinguir sólo el tenue y acerado brillo de los barrotes que nos separaban de aquel hombre. Unos barrotes que, aún a plena luz del día, se me habrían antojado, en este caso, insuficientes. Más allá de ellos, reinaban una oscuridad y un silencio absolutos. Recordé un documental de tiburones blancos que había visto la noche anterior por televisión. Y aunque era ese sujeto quien se hallaba en el interior de la jaula, yo me sentí como aquel submarinista del programa, intentando averiguar desde su precario refugio dónde se hallaba el pavoroso monstruo de afilados dientes. Ningún ruido procedente de la celda. Si no fuera porque yo mismo lo había enchironado allí, hacía sólo unas horas y en presencia de mis compañeros, los tres agentes que estábamos sentados a la mesa habríamos podido jurar ante el Altísimo que éramos los únicos presentes en las dependencias policiales. Nuestro hombre debía estar durmiendo. Supongo que para desechar una eventual volatilización del sujeto, nunca se sabe, enfoqué hacia la celda el haz de mi linterna, arrastrándolo pausadamente por el suelo cual si se tratara de un pesado fardo. El tipo había dejado sus gafas encima del lavabo y estaba tumbado en el catre. En su cabeza, orientada hacia nosotros, se distinguían algunos pequeños vendajes. Algo en el aire invitaba a la especulación taciturna y a ese diálogo distendido con los viejos camaradas que pudiera relajar un ápice la tensión que crepitaba en el aire. Así que pregunté a Blasco en voz baja:

-¿Y dices que en la autopsia no han encontrado nada?

-Nada que no sean las consabidas vísceras dentro de un cuerpo sin vida.- Debió entender por mi gesto que me tocaba las narices cuando se ponía dogmático, así que se apresuró a aclarar: -Lo que quiero decir es que no se han hallado ni heridas ni huellas de ninguna clase de arma en el cadáver. Tampoco hay rastro de balas. Nada de hojas metálicas ni de otros objetos punzantes o cortantes. Podría decirse que la muerte se produjo de forma natural. Si es que hay alguna muerte que lo sea.

-¿Muerte natural? ¡Venga ya!- terció Blasco.-Una muerte tan natural como las tetas de la Obregón, no fastidies.

–Verás, Blasco, si se pudiera mandar a la gente bajo tierra por el solo hecho de señalarla con el dedo, no habría espacio suficiente en los cementerios de la nación para albergar a todos los difuntos de esta santa ciudad. Yo mismo habría señalado a unos cuantos, te lo aseguro. A mi suegra, por ejemplo.

- Ya, ¿y a tu casero no?- pinchó Blasco.

- Ése estaría muy entretenido señalándote a ti con otra cosa.- devolvió con soltura Blasco, envolviendo el regalito con una sonrisa gélida.

- Bueno, bueno, calmaos. – intervine riendo. -Que a este paso no vais a dejar a ningún ciudadano en pie. Convendrás que en este caso, Blasco, la posibilidad de hallar balas en el cadáver era bastante desdeñable.- Comenté con sorna mientras colocaba mis cartas sobre la mesa.- Full de ases y damas. Señoras y señores, hoy es mi noche. Traed para acá, par de babuinos. El día que aprendáis a jugar, entregaré la placa.

Retiré las monedas del centro de la mesa y, mientras Blasco mezclaba los naipes antes de dar, me quedé rumiando lo que había dicho al volver del laboratorio forense. Aquella tarde habíamos metido en “la nevera” el cuerpo de un hombre de 38 años, procedente del Hospital Central, lugar adonde lo habían ingresado ya cadáver a las dos y veinte de la madrugada del corriente.

Los hechos acaecieron en la noche del viernes al sábado, estando nuestro detenido acostado entonces, esta vez en su domicilio. El desalmado que ahora se enfriaba en el depósito, había tenido a bien ir largando villancicos a voz en cuello a la vez que daba palmas como un descosido (y con cierto arte, según testigos), con la aviesa y única intención de despertar a todo el vecindario para que compartieran su particular espíritu navideño. El muy cabrón. En éstas estaba el energúmeno cuando alguien le increpó desde la ventana de un primer piso.

-Te vas a callar ahora mismo, tío gamberro.

-¿Ah, sí?-respondió el interpelado con voz ebria, deteniéndose. Sacó entonces una botella de anís El Mono que llevaba en algún lugar de su mugriento abrigo. Echándose primero una generosa ración coleto abajo, bramó luego, blandiendo la botella hacia la ventana de quien le hablaba:

-¿Y quién es el mal nacido que lo manda?

-Lo mando yo. Y créeme cuando te digo que te conviene hacerme caso.-A estas alturas medio barrio tenía las persianas levantadas para ver qué estaba ocurriendo. Y medio barrio pudo ver por tanto, para su consternación y recuerdo, lo que ocurrió. Cosas que pasan cuando uno le despiertan.

Lo siguiente sucedió sin mediar palabra. El tipo de la calle, ni corto ni perezoso, giró con fuerza la botella sobre su cabeza y la lanzó hacia la ventana de su interlocutor. La botella se estrelló contra el marco, a sólo un palmo de la cabeza de su objetivo. Algunas esquirlas de la pequeña lluvia de cristales cayeron sobre el hombre del primer piso, produciéndole algunos cortes en la cara y en el cuello, ninguno de consideración. El tipo no se inmutó. Todos los que vieron la escena coinciden en su versión de lo sucedido. El de la ventana levantó lentamente su mano derecha, apuntando con sus dedos índice y medio extendidos hacia quien había estado a punto de descalabrarle. Entonces dijo algo como:

- Pshiu.- Algo así.

Y todo terminó.

El tipo del abrigo puso los ojos en blanco mientras parecía que sus rodillas se alegraran de verse y, echándose las manos al pecho, cayó fulminado en el acto.

Nada más. Después de aquello, la calle se sumió en un silencio sepulcral. Alguien tuvo la feliz ocurrencia de llamar a la policía. El presunto autor del homicidio fue detenido y conducido a la comisaría más cercana, donde se le sometió a interrogatorio por espacio de varias horas. También se tomó declaración a los testigos presenciales, nueve en total si descontamos a una vieja gagá que simplemente miraba a la luna, Dios sabrá qué demonios se le habría perdido allí a esas horas. Todas las versiones coincidían en lo esencial. Lo único que se había sacado en limpio es que Óscar Leiva, 47 tacos, farmacéutico, casado, dos hijos, se encontraba profundamente dormido cuando aquel salvaje le despertó. Enfurecido, se levantó y se dirigió como una flecha hacia la ventana de su dormitorio. Luego pasó todo lo demás ya referido. El sargento Pou se encargó de interrogar al detenido, con su habitual falta de eficacia. A la pregunta de por qué demonios hizo eso de dispararle con el dedo, Óscar respondía invariablemente:

-Yo acababa de tener un sueño. En mi sueño alguien intentaba agredirme y yo le pegaba un tiro.

-Eso suena bastante raro.

-También es bastante raro que yo esté ahora aquí hablando con usted. ¿No le parece? Y sin embargo aquí estamos.

-No me cambie de tema.- Rezongó el sargento Pou, un gordo policía, algo viejo ya, y que lucía una fea verruga en su frente. -Así que reconoce usted que iba armado.- gruñó el abuelote. Pou era, además de algo viejo, del todo estúpido, como supongo habrán adivinado.

-Bueno… En mi sueño, sí- Arguyó Óscar, algo perplejo por la pregunta.

Y no hubo modo alguno de que modificara esta línea de los hechos. Por lo demás bastante sencilla, si se piensa. Los numerosos testigos corroboraron punto por punto esta versión.

Y ahora estábamos allí, custodiando a nuestro hombre hasta que a un buen magistrado se le ocurriera ponerse la toga después de una noche reparadora para atender de los conflictos entre los hombres. Imaginé a un juez señalando acusadoramente a nuestro culpable, que caía despatarrado sobre el banquillo de los acusados, causando tremendo estrépito. Un escalofrío irracional me recorrió el espinazo desde la nuca hasta donde la espalda pierde su nombre. Borré aquella imagen de mi mente, no sin esfuerzo.

-Supongo que en nuestro oficio también existe la casualidad, después de todo.-Logré decir con voz lo bastante firme. Los otros dos se quedaron mirándome, sin saber muy bien qué decir.

Y entonces una voz surgió de la celda del detenido. La voz, al principio vacilante, nos llegó luego tan amenazadora como el filo de un hacha. Y desde luego no era la voz de Óscar Leiva. No al menos la que le conocíamos. Aquello no se parecía a nada que yo hubiera oído antes. Tal vez ni siquiera fuera una voz humana, ahora que lo pienso. Blasco casi se cayó de su silla y sus cartas protestaron ante el apretón que les propinó. Los tres, por instinto, echamos las manos al cinto, aunque ninguno de nosotros llegara a desenfundar.

-¿Qué carajo es eso?- Soltó Álvarez

- Tal vez esté sonámbulo. –Sugerí, poco convencido.

Estábamos los tres tensos en nuestras sillas, sin atrevernos a movernos para evitar perdernos nada de lo que dijera aquella voz horrísona, un murmullo gorgoteante y pleno de silbidos y chasquidos. Aunque estábamos aterrados, nos acuciaba otra clase de urgencia, la necesidad de comprobar que dos más dos seguían sumando cuatro, aunque hubiesen cambiado la pizarra de sitio. Y todos coincidimos, al comentar después este episodio, como muchas veces haríamos desde entonces, que se nos erizó el pelo de la cabeza y de los hombros al oír aquellos sonidos que parecían formar parte de un malsano delirio. Las palabras llegaban confusas y entre ellas anidaba un inteligible parloteo burbujeante. No pudimos poner en pie cuáles de ellas habían tenido sentido, y cuáles carecían de él.

- Anótalo todo ahí,- le dije a Blasco y le tendí el as de picas que tenía en la mano, preparado para jugarlo, para que lo escribiera en el blanco reverso.

Él puso cara de no me hagas esto. Pero cogió el bolígrafo sin rechistar. Puede que pensaran que, aunque sólo se tratara, después de todo, de las palabras de un hombre dormido, aquel hombre dormido era el mismo que se había cargado a otro, desde considerable distancia y armado tan solo con sus dedos, sólo por el hecho de que le despertara. Eso daba qué pensar. Y en aquel momento, por tanto, a todos nos pareció que cualquier cosa que manara de la boca de aquel tipo dormido, debía encerrar algo terriblemente importante. Y no nos equivocábamos respecto a esto.

Entonces, nuestro hombre se calló, como si el muy mamón hubiera decidido de repente que era mejor hacerse el interesante. Los tres policías que rodeábamos la mesa nos miramos con una tensa impaciencia. El bolígrafo de Ibáñez temblaba en su mano, vibrante. Me vino a la imaginación de forma confusa alguna de esas escenas de espiritismo de una película de serie B. Intenté concentrarme. Casi podía oír nuestros corazones, latiendo como uno solo. El silencio llenaba ahora cada rincón de la amplia habitación, como una masa de gelatina amorfa e incómoda. Entonces, sin previo aviso, los números y las palabras empezaron a brotar de la oscuridad sin mediar palabra. Ibáñez anotó todo cuidadosamente, al reverso de la carta que yo le había entregado. Finalmente la voz se detuvo y todo quedó en silencio.

Cogí la carta que me ofrecía mi amigo y leí lo que ponía en su dorso:

La suerte es esquiva con los ignorantes… Sólo faltan unos días…La Gorgona lo dijo…. Corred… Por vuestras bolas… (risas)… 15 árboles te brindan su aliento… (más risas)…(jadeos rítmicos)…5 farolas… para alumbrar tu soledad… 3 hombres… ¿seguro que escuchan?... Y un solo corazón

Eso era todo. Pasó un buen rato hasta que decidimos despertarle. Encendí las luces de su celda para verle mejor, aunque la luz del día ya casi era suficiente. Es curioso el modo en que a veces ni siquiera la luz del sol puede hacer huir a los fantasmas. El tipo se despertó y se incorporó en la cama, pálido y sudoroso. Luego se levantó y se lavó la cara y las manos en el lavabo, echándose abundante agua por la nuca.

-¿Una mala noche?¿Otra vez has soñado que te atacaban?-le pregunté con cautela.

-No exactamente.

-¿Qué quieres decir? ¿Qué has soñado?

- Un tipo se acercó hacia mí en una calle oscura, parecía irritado. No tengas miedo de que ella te elija. Y deja que te toque.

-¿El tipo quería tocarte? Ja, ja, ja Pero, hombre, ¿tú no estabas casado?

- Cuidado con lo que insinúa, ¿vale? No se refería a él, sino a ella. Hablaba de ella.

- ¿Quién es ella?

- Y yo qué sé.

- ¿Cómo era él?

- Quién.

-¿Quién va a ser? El tipo que te asaltó en el callejón.

- No me asaltó, ya se lo he dicho. Era un tipo normal. Alto quizás. Y calvo. Yo qué sé como era. Llevaba un traje negro. Quiero hablar con mi abogado. Sáquenme de aquí. Yo no he hecho nada.

- Eso ya lo veremos.- Y le di la espalda, no sin cierta aprensión.

Al día siguiente fuimos a investigar a la calle en que se produjeron los hechos. Era una calle corta. Un operario del Ayuntamiento estaba arreglando una de las farolas que flanqueaban la acera. Las conté. Cinco en total. Cuando sumé el total de los árboles ya no me sorprendí. Saqué el as de picas que había guardado en la cartera y reparé en el dibujo que aparecía en el anverso. Justo en el centro del as negro se veía el dibujo de una cabra riendo. Anoté los números. Supongo que habría tardado algo menos en averiguarlo si aquél imbécil me hubiera confesado que el tipo de su segundo sueño premonitorio era calvo como una bola de billar.

-¿Recordáis el nombre de ese puesto de loterías de la calle Serrano?

-La Cabra Majara, creo.-dudó Blasco.

-Casi. Se llama La Cabra Negra.

-Exacto. Pues tenemos que salir pitando para allá. Pitando y con la sirena puesta.

-¿Y eso por qué?

- Porque la Lotería de El Niño se juega pasado mañana. Y los tres queremos salir de pobres.

Cuando llegamos a la Administración de Loterías del Estado no nos sorprendió ver los décimos de ese número colgando del cristal. 15531. Los compramos todos, la serie completa. Cuando nos encontramos preferimos no hablar demasiado de este asunto. Pero ninguno de los cuatro hemos tenido que volver a trabajar desde entonces. Le dimos tres a nuestro involuntario benefactor. Después de todo, ser agradecidos es de bien nacidos.

Además, así no se expone uno a que le señalen por la calle con el dedo.

miércoles, 30 de marzo de 2011

lunes, 28 de marzo de 2011

HISTORIA DE JULIA

Cuando el destino nos unió, Germán aún distinguía los colores más vivos y, vagamente, las formas. Un par de años atrás le habían diagnosticado una patología macular degenerativa. Irreversible es una palabra fea, pero exacta. Aunque éramos tan distintos, congeniamos desde el principio. Salíamos juntos a menudo. Un día paseábamos hasta la plaza de abastos, otro cogíamos el autobús que lleva al parque... Incluso, alguna tarde, nos atrevíamos con el cine o el teatro...
Pero todo lo malo llega. Su enfermedad hizo imprescindible una intervención quirúrgica de extrema complejidad. Las posibilidades de éxito eran escasas. Fueron momentos difíciles. (Qué distinto todo de ahora. Ya no extiende sus manos hacia mí, desesperado; ni yo se las beso como una estúpida, maldiciéndome por no saber mostrarle de otro modo mi infinito amor.) Estuve a su lado cada minuto, tratando de darle ánimos y de ayudarle.
Recuerdo con claridad la consulta del Dr. Tabaré. Recuerdo la extenuante sala de espera, con la calefacción unos grados por encima de lo necesario y aquel olor a medicamentos y a miedo. Recuerdo los cuchicheos entre los familiares de los pacientes y una risa nerviosa y una tosecilla insistente y el rumor del tráfico cinco pisos más abajo. Recuerdo finalmente la voz de una enfermera pronunciando su nombre, y cómo Germán se levantó de su silla, tenso, envarado, obedeciendo aquella llamada como si se tratara de una invocación atávica.
Todo lo que siguió después son fragmentos borrosos que emergen un instante y se vuelven a hundir en mi memoria, como esas caras deformes que a veces pueblan un sueño agitado. Hubo un médico con gesto de hurón y el tic-tac de un reloj invisible que lo llenaba todo mientras una mano huesuda cumplimentaba formularios y dictaba plazos. Hubo unos análisis y unas radiografías y unas máquinas extrañas que utilizan en los hospitales para llenar de temor a los que se aproximan demasiado. Hubo (y esto último ya no lo recuerdo, pues no lo viví, pero me permito imaginarlo) unos sonidos metálicos y unas voces de aliento y una camilla veloz y unas luces de neón que corrían sobre su rostro aventurando una fuga, o una caída, o ambas cosas. Y hubo unas puertas batientes y detrás un quirófano blanco y muchas batas verdes y una aguja en su brazo y un apagón.
Después de aquello apenas salía de nuestra habitación. Se pasaba las horas tumbado sobre la cama, las manos bajo la nuca, ensimismado. No atendía al tenaz teléfono. Se dejó crecer la barba, como si quisiera cegar también sus mejillas, su mentón, su boca. Fue duro acostumbrarse a verle avanzar a tientas por la casa. Los actos más sencillos y cotidianos le exigían ímprobos esfuerzos y se convirtieron en sofisticadas torturas rutinarias. Todo su ser se aferraba desesperado a las imágenes que habían inundado cada resquicio de su vida anterior.
-Conocía bien la niebla, Julia, pero no esta oscuridad.- solía decirme, colmado de dolor.
Gradualmente, fue aceptando su sino. Yo le acompañaba a diario hasta el Centro de Recursos para Invidentes, donde él aprendía a adaptarse a su nueva situación. Allí conoció a Marta, una maestra que le instruyó con paciencia en el dominio de un método de lectura y escritura que, a partir de entonces, iba a aliviar el peso de su ceguera: Louis Braille ideó este sistema hace ya casi dos siglos y lo legó a todos los demás invidentes, alumbrando sus vidas. Marta mostró a Germán cómo era posible, a partir de las múltiples combinaciones de seis puntos, urdir toda una lengua secreta. Seis puntos que componen las distintas letras del alfabeto y que abren a los ciegos las puertas del mundo. (Cómo he deseado yo, cuando en su noche eterna él me acariciaba, que también supiera descifrar en mi piel el secreto de mi amor.) De esos primeros contactos meramente profesionales derivó gradualmente una sólida amistad. No se me ocultaba la descarada alegría de él cuando oía sonar el timbre de la puerta. Tampoco se me escapaba la creciente osadía de ella, siempre dispuesta a venir a casa a recogerle a la menor excusa. Me decía Germán entonces:
-Hoy no hace falta que me acompañes, Julia. Ha venido Marta a buscarme.- Yo notaba la leve culpa que empañaba su voz cuando se despedía y el olor a perfume en su ropa al volver, pero evité mostrar inquietud alguna y permanecí sin abrir la boca. Me limitaba a verle marchar y a esperar su regreso, anhelante.
Sus ausencias se hicieron cada vez más dilatadas y frecuentes. Una noche, me dijo casi en un susurro:
-He entendido algo importante. Los ojos no son sino dictadores imaginarios que imponen su modo de ver las cosas.- Riendo con desgana su ocurrencia, prosiguió:- Al perder la vista, crees que has perdido la vida. Pero luego te das cuenta de que la vida en imágenes no es la única posible, sino tan sólo la única que hasta entonces conocías. También la vibrante luz del sol nos impide ver la luna y las estrellas, hermosos puntos de luz que antes ignorábamos...
Hace unos días la invitó a subir a casa y ella entró portando un misterioso artefacto. Era un regalo para Germán. Él lo tanteó con sus manos y se puso muy contento al descubrir que se trataba de una máquina para escribir en braille. Tras charlar animadamente un buen rato en el salón, se pusieron a practicar el extraño lenguaje de signos que les había unido. Ella escribía una notita con el ruidoso
artilugio y luego se la pasaba a Germán. Éste la leía con sus dedos y escribía a su vez en la máquina otro mensajito. Ella lo leía (con sus ojos, porque Marta ve) y los dos reían mucho y yo me sentía frustrada y ajena y les miraba con resentimiento y ellos se reían aún más fuerte.
- Tú y estos puntos me habéis devuelto la esperanza.-dijo a Marta, ya más serio.- Son mis puntos de luz. Tú también eres mi luz.
Hubo un pedazo de papel, de entre todos los que le escribió Marta aquella tarde, que agradó a Germán más que cualquier otro. Advertí que, tras leerlo, lo apartaba con una sonrisa de todos los demás. Cuando por fin se despidieron, mientras él la acompañaba hasta la puerta, yo lo robé y lo oculté con cuidado en el patio, entre mis juguetes.
Hoy ha venido Marta a visitarle. Cuando me ha visto, se ha acercado cariñosamente a acariciarme la cabeza. Le gruñí y, erizando el pelo del lomo, le mostré los dientes. Como insistió, le di un mordisco. Sólo quise dejar claro que jamás podrá arrebatármelo. Ahora estoy castigada en el patio y miro fijamente aquel trozo de papel indescifrable.


No me importa qué mensaje encierra. Yo siempre seré su guía.

sábado, 26 de marzo de 2011

El hombre que me espera al sol poniente


La sombra que ahora esquivo me esperará entonces,
a la vuelta de un umbrío recodo del tiempo,
allí donde la lluvia disfraza la pena de los ojos.
En una esquina tan cerca del principio.
Del final tan cerca.
Esquina Calle del Olvido con la Avenida Hesido.
Sonrojo. Sol rojo.
Un sol poniente.

En ese rincón, bifurcado en iras y en horas,
saldrá a mi encuentro el hombre que pude ser.
Adusto.
Silencioso.
El tipo asentirá, en un frío gesto carente de afecto.
Un saludo que se escurre
como un insecto bajo el ala
del negro sombrero.
Le brillan botellas rotas
en los gastados ojos verdes.
Carga su cuerpo a cuestas.
La boca es de hierro.
Su lengua, de estopa.
Luce un reloj Paradox.
Minutero que se clava en el vientre de la memoria.
Hora dada. Agujero.
Futuro durmiente,
sumidero insolente,
tardía serpiente,
silueta imponente...,
...al sol poniente.

Me aprieta la confiada mano,
(pero ya antes me ha rodeado la mirada;
el flaco cuerpo que habito me ha cercado
con eléctricas culebras de abrazo tormentoso;
y hasta mi alma entera ha estrechado, angostado, angustiado
-el hijoputa-,
previo al hallazgo de su sarmentosa garra).
Saludo felpudo, saludo del "pudo", saludo escudo.
Me invita a entrar a un tugurio que surge a su lado,
con la indecencia de lo cotidiano,
como si lo llevara puesto.
Uno de esos cómodos bares de bolsillo
donde tomar una penúltima de andar por casa.
La casa de las eses. De las heces.
Y, aunque no quiera oír lo que él va ya a decirme
-aunque no quiera ir adonde él vaya a herirme-,
allá que entramos...,
al sol poniente.

Pasamos, como el río del que me río.
Demócrito, no demos gritos.
Después de todo, no es negociable.
Nos recibe
un podrido silencio de moscas danzantes;
el aplomo cansino del camarero;
un oscuro olor a orina y tedio;
nos recibe.
Un rayo de sol tardío cae sobre la barra.
Zarpa en mi hombro
-todo mi cuerpo va a zarpar en breve-,
su naufragio de largos dedos amarillos.
Hondas sillas.
Qué nos pesas, Sevilla...
Bailan copas de vino
luciendo sus reflejos
aun en la sucia mesa.
Florecen amapolas,
una detrás de otra.
Me sujeto al aceitoso tablero para no caerme
-todas las piezas se caen, tras esta partida;
también todos los "piezas"-,
y ruego para que todo se deshaga
como el mal sueño que es...
... y que tengo que seguir soñando...,
...al sol poniente.

Y es entonces,
urgido por la necesidad de despertar,
abismado en una turbulenta necesidad
de golpearle,
de deshacerle bajo mis puños,
de destrozarle el sombrero y la cabeza calva que hay debajo,
de hacerle jirones la camisa con uñas y dientes, ya puestos.
Es entonces
que decido hablarle...,
... antes de que él me hable de sí
y de mí
y del sol poniente.

Y, antes de que él mueva un solo diente
para decir que
"la vida es asco y es vergüenza,
poco más que una colección de botellas vacías
que se acumulan en la bodega turbia de los recuerdos";
antes de que me indique su sucia uña que
"la vida es una raya en la arena,
una casa sin barrer,
una regola en la pared de ladrillo visto,
un cable pelado en la regola
y pare de contar, amigo, que no hay más";
antes de que me hinche las narices hablándome de
"olfato";
antes de que me vaticine tormentas ya acaecidas...
Antes... Decido contarle que hubo baches, sí.
Que hubo saltos al vacío y sin paracaídas.
Que hubo tiritas de los veinte duros
que nos curaron de la friolera
de los cien mil euros; tiritas de frío.
Que hubo momentos tan duros
que merecieron la molestia de ablandarlos.
Que hubo pérdidas, pues claro, ¿no es toda la vida un dulce perder?
Que hubo momentos de lucha,
unas veces para recobrar una ínfima parte de lo perdido
y otras sólo por el gusto de pelear a puño vivo,
que nos hablaron
a hostias
de lo importante que es el camino.
Que hubo haches y hubo bes; baches y besos a dos ruedas hubo.
Que hubo puntos sobre esas íes tan difíciles de acentuar.
Y paréntesis sin cerrar.
Hubo noes y hubo síes.
Y gemas lanzadas al mar.
Hubo un piloto que buscó a su sirena a Qattar.

Antes que él separe los labios para decirme:
"Vivo en la calle Mudo",
le habré de explicar
que la vi mirando por una ventana y que desde entonces creo en los milagros.
Que ya no me quise asomar a nada que no fuera su hermoso mundo
de ojos risueños
y cartas torpes sin abrir
y películas mal grabadas en la memoria
y anclas
y barcos
y demonios suaves
y caballitos de mar sin montar
y playas desiertas pobladas de caricias
y camas biplazas
y reformas de casos, de casas y de cosas.
Antes de que él me hable de descuentos, tendré que contar
por qué la vida es más grande si di vida.
Di vida y se multiplica. En tres. Por dos.
Por qué hay otoños que,
además de hojas rojas,
tienen ojos verde clarito.
Antes de que ése malababa abra la boca
para que salgan por ella las siete plagas de Egipto,
le he de decir, alto y claro, que no me quita el sueño su marasmo de señor vencido,
que si alguien perdió una vida yo no he sido.

Antes de que me suelte palabras de ruina
y de mustio odio
agrietado
acerca de todo lo que me falta,
le espetaré que Lujo se escribe con L de Loreto,
que nada quiero atesorar sino los besos de esa boca suya que nunca calla
(salvo cuando come, cuando duerme o cuando besa. Y cómo besa.)
Antes de que él me gruña una maldición por los años perdidos,
le rezaré un rosario de momentos compartidos
que le harán apretar los dientes con fastidio.
Le hablaré de goles sin ángulo,
de campeonatos ganados con torre y apartamento de ventaja,
de la aventura de quererla siempre.
Pese a todo y pese a nada.
Siempre quererla.
Y admitiré con él
que fue triste esa vida suya que pudo ser la mía, sí,
con todos esos años envueltos en el humo pestilente
y en el aliento dilatado de tantos bares de mala muerte;
que pudo ser triste el dejarse vencer
por el trabajo y la rutina.
Sin luchar para salir.
Sin salir para luchar.
Le diré, sin rencor,
que cada cual tiene lo que merece;
que para recoger hay que sembrar;
que más le habría valido buscar su momento
en lugar de esperar a que este momento le encontrara.

Le diré que lo mejor sería
que, puesto a no decir nada,
acabara haciendo mutis por el foro;
que, para criticarse a sí mismo,
tendría que ser alguien y no era nada;
que yo si que era alguien
y bien orgulloso que estaba.
Así le diré,
mientras su contorno se irá haciendo
más y más borroso según hablo:
"Me llamo Guillermo Canelo Segura.
Soy un hombre hecho
de momentos malos
y de momentos buenos.
Ha habido hijos
y largos viajes
y risas sin ser domingo
y soles atardecidos (como éste en el que usted ya se disuelve)
y conflictos
y dificultades
y saltos de muros altos
y meses de gloria, de penurias y de incertidumbre.
Y ha habido amor.
Y eso cuenta."

Entonces, mientras advierto
que ya no queda de aquel hombre ni el sombrero,
daré un último vistazo en derredor.
El bar aparecerá ahora limpio y ordenado.
Bien iluminado.
Y sin moscas.
Dirigiré mi mirada hacia la puerta,
esperando verla llegar con su mejor sonrisa,
tan guapa como la primera vez que la vi.
Al sol poniente.