lunes, 11 de agosto de 2014

NADIE TE PREGUNTÓ

Uno

Lunes, 6 de agosto de 2074

La puta se me puso enferma de un día para otro. La metí en la alcoba y le ordené que permaneciera en cama.
Por favor, le rogué, mis manos apretando sus hombros suaves, oponiéndose a los débiles intentos que hacía por incorporarse, vencida por su propio cansancio.
Parecía pequeña y frágil, mi puta, rodeada como estaba de esa bruma acolchada que acompaña y ablanda a los enfermos. Allí tumbada era apenas un suspiro, arropado y silencioso, que dilataba con su exigua presencia las paredes de nuestro dormitorio.
Las persianas, bajadas casi por completo, lanzaban su legión de ojos iridiscentes sobre las sábanas, lúcidos espías en la sombra, tratando de desvelar el misterio de su cuerpo menudo y caliente.
Yo tenía que salir urgente, no podía demorarme. Ella restó importancia a su situación y me dijo que estaría bien, que marchara tranquilo. Le prometí que volvería lo antes posible. Y le aseguré que pararía en una farmacia antes de mi regreso. Salí a la calle deprisa, casi huyendo.

La verdad es que estaba bastante preocupado. Recorrí el camino hasta la consulta a buen ritmo, pero con absoluta desgana. No me apetecía gran cosa hablar de mi puta. Con nadie. Y mucho menos con Marta.
Marta Hierro es mi psicóloga. Los lunes, antes del turno de tarde, asisto a terapia durante una hora. Ella me atiende personalmente. O, por mejor decir, todo lo personalmente que podría atender una mujer así.
Según la empresa, se había detectado en mi persona cierta actitud disidente que hacía recomendable la atención de un especialista. (“Nada preocupante, por el momento, no, no, nada de eso”, había insistido el señor Lanflelou.
Pero, sin ser algo grave, dicho esto siempre según la empresa, debía tratarse. (“Claro, claro, claro”, aclaró reiteradamente el señor Lanflelou. “Es mejor prevenir que curar, ya sabe usted”, frotaba una y otra vez sus manecitas de mosca.)
Pero lo único que yo sabía es que me encontraba fenómeno: comía con apetito, dormía perfectamente y, en conjunto, mi vida no me preocupaba en absoluto. Lo que debería ser algo positivo, digo yo. ¿O no?
Puede que me faltara algo de ambición, de acuerdo; pero, salvando un moderado relajamiento en el cumplimiento de los horarios y una marcada reticencia a aceptar los convencionalismos sociales, yo no advertía mal alguno. Aunque es bien cierto que a uno le falla a veces la perspectiva necesaria y se equivoca al apreciar estas cuestiones.
Ahí estaba el caso de Lorenzo Schiffer, lo reciclaron en un tiempo récord. Fobia social, le diagnosticaron tras unas pocas sesiones. Después de eso dudo mucho que volviera a cruzarme con él en ningún pasillo.
Quizá fuera eso lo que me decidiera a aceptar el consejo, que implicaba más bien una orden inexorable, y me impulsara a ponerme en manos de los profesionales. (Aunque me temo que, en mi fuero interno, lo que en realidad pretendía era demostrar a todos lo equivocados que estaban. Tal vez sí que fuera un rebelde, finalmente.)

En la calle hacía un calor sofocante. Al pasar frente a Houser, el gran centro comercial, el sol refulgía en las enormes cristaleras de las plantas superiores. El hiriente disco blanco se multiplicaba en los reflejos para golpear con saña a los pocos transeúntes que se habían aventurado a abandonar sus madrigueras. Era una sensación rara avanzar bajo aquel asfixiante castigo e ir notando sucesivamente sobre la piel flash flash flash el mordisco tiránico de los ventanales conforme se deslizaban escupiendo fuego, flash flash, un calor arropando a otro calor muy hondo.
Sentada en el suelo había una vieja harapienta, arrugada como una pasa. Se lamentaba en voz alta de aquel bochorno infernal. Como si aquello fuese a concederle la piedad de tan inclemente flama. Deseé que los servicios sociales la retiraran pronto de allí. Seguramente ya habría notificado alguien.
Un semáforo inoportuno emergió como un monolito, cortando el camino. Pronto, aquellos puntitos que antes viajaban dispersos por la descongestionada arteria urbana, se vieron congregados frente a aquel poste luminoso. Una suerte de coágulo paralizado bajo el sol aplastante. Un efímero enjambre de polillas humanas, proclives, a su pesar, al hechizo de las enfermizas luces. Luz de semáforo. Luz de sol. Luz de neón.
Aguardé con estoicismo a que llegaran los parpadeos rojos, el giro al verde liberador. Dejé que fueran ellos los que se achicharraran en su propia prisa, cocidos en su salsa, mientras yo quedaba unos metros atrás, apurando la escueta sombra de una cornisa.

En la esquina cercana, un hombre con camisa y corbata de vivos colores discutía alegremente con una mujer joven, su puta tal vez. El pellejudo bulldog que les acompañaba, se diría que aburrido del espectáculo, miraba a algún lugar perdido en el horizonte.
De improviso, entre risas, el de la corbata azotó a la mujer en la cara. Lo hizo en una fracción de segundo, utilizando el asa de cuero de la correa del perro. Las risas impostadas del hombre se permitían sugerir la ingravidez del momento. La boca de la mujer, en cambio, subrayaba con un hilillo de sangre la violencia del trance. Ella se sobrepuso pronto: fingió una sonrisa, cargada de promesas funestas, y sus chispeantes ojos negros amenazaron cumplirlas. El perro la miraba desde abajo con expresión airada. “Yo a ti no te conozco, amiga”, parecía decir su mirada jadeante y acuosa.
Un señor maduro se dispuso a intervenir. Al ver los numerosos rostros censores que le rodeaban, lo pensó mejor y siguió a lo suyo.
En cuanto a mí, bueno, me dije que no es posible cambiar los acontecimientos presentes con argumentos caducos. Sobre todo cuando uno ya está tan vencido como tales argumentos. En todo caso, no tuve especial dificultad en mirar hacia otro lado.
El sujeto que estaba a mi diestra, un adolescente sudoroso que había presenciado la escena con su monopatín bajo el brazo, me hizo un guiño cómplice. Me dieron ganas de ponerle el ojo morado y decirle: “Me temo que te está fallando la perspectiva a ti también, muchacho”.
Por encima del flequillo erizado de aquel idiota vi asomar una cruz verde, en la misma dirección que yo debía tomar.

El impertinente semáforo cambió al fin, con cierta brusquedad. El grumo se deshizo al mismo tiempo que aquellos segundos pétreos. Hubo frenazos, algún comentario jocoso, codazos impacientes, algunas tímidas protestas. Del mismo modo que un guante de látex oculta con empeño la mano del carnicero, el ritmo de la ciudad terminó cubriendo con su ruido aquella realidad sórdida.
Aún tenía tiempo de comprar la medicina. Si lo dejaba para después de mi visita a la doctora Hierro, pensé con una certeza no exenta de remordimiento, era más que probable que se me olvidara.

Me dirigí hacia la cruz. Siempre hay una cruz, al final.

Dos

Lunes, 6 de agosto de 2074

Ella aguardó su marcha. Sólo cuando oyó cerrarse la puerta del apartamento, sacó del cajón de la mesita de noche el sobre con las pruebas médicas.
“Parece mentira lo lento que se avanza en según que cosas. Extraer algo malo del interior de alguien tendría que ser hoy día algo infinitamente más sencillo; algo tan fácil como sacar un informe de un cajón, maldita sea”, pensó al borde del llanto.
Aunque el texto le era de sobras conocido, volvió a leerlo. Confiaba quizá en que, al pasar tantas veces sus ojos por esas líneas, tal vez sus letras terminarían por gastarse, como el asfalto de una carretera muy rodada. Donde ahora ponía tumor, algún día borroso pondría rumor. Y así todo. Si lo leía lo bastante, puede que aquel papel terminara por deshacerse entre sus manos como un mal sueño. Sus labios se movían silenciosos, podría estar rezando, conforme avanzaba e iba tropezando con los términos fatídicos:
pólipos, biopsia, carcinoma, metástasis, oncológico.
Avanzar por aquella hoja de papel era tan peligroso como correr a través de un campo minado. Era esquivar una de esas palabras explosivas… Y justo tropezabas en la siguiente. Escuchaba el chasquido bajo sus pies y tenía que quedarse allí clavada, clac, desactivando el pánico ascendente, sorprendiéndose de que el vello de sus brazos fuese capaz de erizarse a la misma velocidad que sus pensamientos, como una horda de antenas cutáneas que sintonizaran al unísono Radio Miedo, ah, pero no es un programa, y ojalá lo fuera, uno de esos en los que la sintonía de cierre anuncia el fin de la pesadilla, pero qué va, nena, ni se te ocurra mover los pies, no vayas a hacer nada que anticipe la llegada de la terrible conclusión de los análisis, tómalo siempre con calma, como si se tratara de algo nuevo que ya has ido asimilando, un mismo avión que intentaste perder pero que se estrella una y otra vez contra la pista de la misma destrozada terminal de tu cabeza. No importaba lo que hicieran los controles de policía de tu mente cansada, no importaban las diversas medidas antiterroristas que en tu imaginación improvisaras, todo eso daba igual: el avión siempre iba a caer allí, indefectiblemente, cáncer, cáncer, el peor de los trópicos y el peor de los tópicos.
Puso a Gerard pilotando la nave. Estaba guapo en su impecable uniforme de piloto. Aunque a ella le hubiera gustado vestido de cualquier manera. Lo intentó de nuevo y lo sentó desnudo frente a los mandos. Así le gustaba aún más. Siempre había estado un poco loco. Le gustaba Gerard. Su piloto loco. Le gustaba de una forma irracional, ventral, vesánica. Decir que andaba enamorada sería añadir a la fórmula tradicional unas cuantas medidas de progesterona y otras sabrosas hormonas femeninas. El enorme placer que le reportaban las pequeñas cosas que se referían a Gerard -estar a su lado sin hablar, mirarle a escondidas mientras él se afeitaba ante el espejo o acogerle entre sus caderas al caer la noche-, no soportaba un análisis minucioso. Y ella lo sabía. Amor era una palabra desmesurada para definir esas emociones que, siendo tan primarias, resultaban tan secundarias. Amor era otra cosa, cuando existía. Eso era un hecho. Pero no un hecho frecuente, desde luego. Lo cierto es que las relaciones interpersonales habían llegado a tal punto de deterioro, que era más fácil  encontrar una pareja de tigres dándose besitos que una pareja de humanos enamorados. Por otro lado, su pacto distaba de ser un paraíso. Gerard resultaba a ratos soberbio. Y aun, unas cuantas veces más, abiertamente inaguantable. Con esa clara tendencia suya a marcar el territorio restregando su rabo entre las piernas de ella. Estaban además esas ideas suyas, ideas compartidas por todos, en realidad, pero que al ser defendidas por él parecían pertenecerle más que a ningún otro. Ideas que le dolían dentro como zarpazos. Le dolían más que la conciencia de ese mal que se abría camino dentro de su vientre, con la misma ciega determinación con que una tribu bárbara, sedienta de sueños hegemónicos y cabalgando caballos enloquecidos, se abriría paso a través de los pastos.
Aquel latido abdominal, más molesto que doloroso, persistente como el presentimiento de un acontecimiento futuro que buscará materializarse a través de la encarnación en un dolor insoportable, lo ocupaba todo.
“Una serpiente recién alimentada debe sentir una incomodidad parecida al enroscarse y desenroscarse a lo largo de una mala digestión”, pensó algo distraída. Sentía las evoluciones del almuerzo en sus tripas con una nitidez intolerable. Había almorzado frugalmente. “Como un pajarito”, había dicho Gerard. Lo recuerda bien porque, al oír aquella frase, por un extraño acto reflejo de su cerebro, ella había interiorizado la comparación como si se tratara de un presente de indicativo, yo como un pajarito, visualizando su intestino como un ente orgánico, un monstruo con vida propia que habitaba su interior, una pitón anoréxica que acabara de zamparse a un gorrión de un bocado y que se arrepintiera al instante de haberlo hecho. El pájaro dentro, piando y aleteando rabiosamente, y el reptil notando los retortijones a lo largo de su blando cuerpo, tratando de regurgitarlo, sin éxito.
En la duermevela, leyó su vida en las escamas del ofidio. Su nacimiento estaba en la punta de la cola, si es que las serpientes tienen tal cosa; su muerte estaba en la boca del monstruo. Conforme se acercaba en la contemplación de las imágenes al momento presente, constató que la cabeza de la serpiente le quedaba peligrosamente cerca. Probó a leer de nuevo, nada que hacer, con las escamas debe pasar como con las letras, que nunca se borran y todas se pagan al final. Debe ser por eso que, cuando llega una letra, se queda uno escamado.
Vino entonces un nuevo y desagradable retortijón y la serpiente desplazó con su cuerpo sinuoso todas aquellas ideas que se habían ido acurrucando en torno a ella. Más que ante un presente de indicativo, y fue lo último que pensó antes de caer dormida, estaba ante un indicativo de presente: el cáncer, egoísta, reptaba por su momento actual, señalando con su dedo estirado y despótico un lugar concreto de su cuerpo, lugar infectado que ocupaba cualquier hueco de sus pensamientos que no fueran para él.
Luego vino el sueño y la serpiente se la tragó. Sin contemplaciones.

domingo, 17 de marzo de 2013

Los cuentos incontables - Kalei Shogi

En el imperio de Japón, durante la dinastía de los Hirawata, se desarrolló la cultura Tsei-Fu hasta el punto de que un artista Tsei Fu era alguien respetado ya antes de su nacimiento. Los Tsei-Fu shogis, término que significa "pintores extraordinarios de lo extraordinario", eran contratados prioritariamente por la corte de los Hirawata, quienes determinaban quién habría de ser nombrado Kalei Shogi, "pintor extraordinario de entre los pintores extraordinarios de lo extraordinario".
El tradicional saber Tsei Fu era transmitido de generación en generación. La doctrina y la técnica era legendaria:


Un pintor del Kalei Shogi, colocaba un solo trazo sobre el lienzo cada día. Durante todos los días de su vida. Los cuadros eran de gran formato, con bastidores reforzados que podrían ocultar una montaña, siempre que fuera una no muy grande. O una de esas consabidas arboledas que no dejan ver el bosque.


Generalmente, el artista elegía como tema el propio paisaje que su lienzo tapaba. Su tarea de transposición de la imagen al lino era considerada sagrada, y dedicaban a ello toda su vida y energía, día a día y hora tras hora.


Aunque sólo se trataba de un trazo al día, el trazo debía ser minucioso y preciso, con una mezcla cuidadosamente ponderada de los mejores pigmentos del territorio, ocasionalmente se importaban tinturas a China o a La India, para que el resultado de los acabados fuera lo más brillante posible.
Taganaka Hirawata, El Magnánimo, según sus partidarios, El Sanguinario, según sus detractores, elevó el mecenazgo de los kalei shogi a la categoría de ciencia. Dictó las famosas trece reglas del trazo único, determinó la cuantía de la asignación a las familias de los artistas y estableció el título de pintor kalei shogi, que podía disputarse la elección de heredero aún antes del nacimiento de su progenie. Generalmente tal honor recaía en el primogénito, pero no eran raros los casos en que eran otros los que ocupaban el cargo. El gran Rae Shaitan fue último en nacer de sus siete hermanos. Su obra da fe de que no le fue necesario nacer antes. Un pintor del kalei shogi, a cambio de la completa dedicación de su vida al trabajo, vivía entre una estimulante profusión de ágapes deliciosos, caudalosos ríos de vino y caricias mujeriegas. Un pintor de las trece reglas vivía arropado pues por toda clase de lujos y comodidades, sí, tenía acceso a la casa de placer exclusiva del emperador y vestía ropajes de seda que competían con los de las geishas doradas de Tao Pang.


En los banquetes reales, se les excusaban sus malos modales y su baja alcurnia, dándoles asiento en el propio trono del emperador, quien se sentaba a su lado izquierdo, humillando la mirada.


Los artistas del shogi eran malhablados y groseros, pues todo su tiempo lo habían dedicado a depurar su arte, sin desviar ni una sola hora al cultivo de su propio espíritu. Esto les hacía seres amargados y retraídos, con un ego desarrollado pero escasa capacidad de comunicación con el entorno, al margen del prodigioso despliegue de esplendor que se desataba en sus lienzos.


Jaso Lakuta llegó a representar un atardecer a tales niveles de exactitud y realismo que, quienes lo veían a la hora del desayuno, a menudo salían corriendo, porque pensaban que no les iba a dar tiempo a realizar sus tareas del día. 


Los shogi de las trece tenían la capacidad de crear una atmósfera de precisión hermética, un sistema ordenado de colores que orientaban poderosamente las emociones humanas en una sola dirección, sintonizando las almas de los hombres. Las ceremonias religiosas se adaptaron al arte de los kalei shogi. Ubérrimos lamasterios organizaban anualmente la festividad del Dios shogi, una representación virtual de la divinidad de caleidoscópica forma, normalmente de naturaleza femenina, dado que los artistas shogi eran invariablemente varones. Tal era la perfección anatómica de los atributos de la diosa, tal el candor que desprendían sus ojos, que cualquier alma debía inclinarse sumisa, tal era el esplendor de su cuerpo y la belleza de su mirada. Cualquier ateo caía postrado ante tanta hermosura y empezaba a creer de inmediato, rezando a la diosa para que le permitira acariciar sus sueños. Se erigió el título de contemplador de Diva shogi, tan solicitado como caro era su acceso.
Alguna de las trece reglas fue temporalmente abolida por alguno de los cuantiosos sucesores de la dinastía Hirawata, por considerarlas impuras o despiadadas. 


Hubo una en particular, la octava regla, que detonó guerras fronterizas por su crueldad. Las guerras de la octava regla fueron sangrientas y estériles. La octava regla determinaba que el pintor debía dedicar doce horas del día a la mezcla de color de la que debía destilar su único trazo, una tarea extenuante que derivó en la aparición de una saga de kalei shogi de hombros de piedra y brazos forzudos, de semblante ceñudo y trazo temerario: los Jinga. El más conocido de los maestros Jinga es Batako Nuri, que inmortalizó en su sorei la batalla de Narayama, con tal despliegue de precisión en le trazo de las lanzas que numerosos observadores huían despavoridos ante la visión del horror que deslegaba aquella pieza maestra.Un Jinga era pintor y samurai ya que el poder de su brazo, hábil y nervudo por el manejo prolongado del pincel de mezclas y por la agresiva entrega de la ejecución de la estocada de color, difícilmente podía ser desdeñado por el emperador para proteger el imperio.

martes, 21 de febrero de 2012

Mujer desnuda y en lo oscuro

Eres mujer desnuda y en lo oscuro. Cubo y pozo,

sumando a tu placer mi gozo.

Tren en un túnel,

fulgor de luces y cruces.

Entren tus manos, entrentenido.


Eres tú mujer desnuda y en lo oscuro

Abocarme al pozo de tu alma

anhelando la frescura de tus besos

Sed de ser y ser de sed, bebernos a tragos cortos,

Añorar lo por venir.

Añorar, arañar, amarte, amañarte.

Anhelar ese cansancio curvo tras la calma

tras la turbia tempestad

Tras el fuego que habita

tras la cifra inquieta de tus ojos

Tras luz

tras tornarse

tras Eros

tras nochar.


Una mujer desnuda y en lo oscuro

Meternos entre sábanas y entre paréntesis

Llenar los vacíos,

vaciar lo lleno.

Verte y verterte y verterse

Diverterse,

Vendaval de brazo y cadera

de cabello danzante y fiero cuello,

al ritmo de tus jadeos,

tormenta de pecho y vientre y arena y serpiente


Mujer desnuda y en lo oscuro eres

la mejor mujer de entre todas las mujeres

Por ti se vive

y por ti se muere.

lunes, 11 de abril de 2011

COSAS QUE PASAN CUANDO A UNO LE DESPIERTAN

Menuda historia. Yo estaba sentado, mano sobre mano, rumiando alguna hipótesis plausible. Algo más allá, Álvarez hojeaba con desgana el periódico de la víspera. Con las primeras luces la estancia cobraba un aspecto desangelado. Era como si los feos contornos del funcional mobiliario de oficina se desperezaran para sacudirse un mal sueño. Los restos de la cena inconclusa de la noche anterior nos miraban acusadores desde la mesa. Un par de moscas se hacían la corte sobre los restos de un muslo de pollo. Las navidades son unas fiestas entrañables, claro que sí. Porque te remueven las entrañas.

El agente Juan Blasco entró en la sala de guardia, dejando atrás el pasillo que conduce al depósito de cadáveres. Vino a sentarse pesadamente junto a nosotros. Su palidez, acentuada por la luz mortecina de los tubos fluorescentes, no presagiaba buenas noticias.

-¡Vaya, Blasco!, cualquiera diría que acabas de ver a un difunto-, bromeé sin mucho entusiasmo.

-Y que lo diga, capitán. Nuestro hombre está ahora frío, de eso no hay duda.- Blasco encendió un lúgubre fósforo. Arrimando la lumbre a un cigarrillo, puntualizó:-Anoche, sin embargo, iba bien caldeado.

Los otros dos le miramos inquisitivos.

-¿Iba mamado?-, terció Álvarez.

-Más que un lechón. Ardería una semana si le acercara esto.-Agregó Blasco, mostrando la brasa.

-Bueno, ya sabéis lo que dice ese villancico sobre los peces en el río- dijo Álvarez. Y, poniendo su mejor voz de borracho, se puso a tararearlo mientras simulaba pegarle un trago a una imaginaria botella de algo que no era agua.

-Nuestro fiambre iba esta madrugada muy animado, armando un jaleo espantoso, hasta que nuestro detenido… bueno,… lo dejó seco. Muchos otros vecinos habían llamado ya a la central para quejarse del alboroto, antes de que se produjera el… hum, desgraciado incidente. Por lo demás los forenses no tienen nada de nada. Al menos de momento. Aún tardarán un buen rato en llamarnos desde El Juzgado, para trasladar a nuestro huésped.

- Bueno, pues parece que no podemos hacer mucho por ahora.- Aduje con desgana.-¿Qué tal si entretanto echamos unas manos al póquer?

- Por mí de acuerdo. –Dijo Álvarez, barajando ya.

Mientras Álvarez repartía, observé la estancia que ocupaba el fondo de la comisaría, aún sumida en la más densa oscuridad. En la zona de la estancia que ocupábamos la penumbra de la sala iba siendo vencida por el tímido amanecer invernal. La oscuridad se hacía más y más densa hacia el área del calabozo, permitiéndome distinguir sólo el tenue y acerado brillo de los barrotes que nos separaban de aquel hombre. Unos barrotes que, aún a plena luz del día, se me habrían antojado, en este caso, insuficientes. Más allá de ellos, reinaban una oscuridad y un silencio absolutos. Recordé un documental de tiburones blancos que había visto la noche anterior por televisión. Y aunque era ese sujeto quien se hallaba en el interior de la jaula, yo me sentí como aquel submarinista del programa, intentando averiguar desde su precario refugio dónde se hallaba el pavoroso monstruo de afilados dientes. Ningún ruido procedente de la celda. Si no fuera porque yo mismo lo había enchironado allí, hacía sólo unas horas y en presencia de mis compañeros, los tres agentes que estábamos sentados a la mesa habríamos podido jurar ante el Altísimo que éramos los únicos presentes en las dependencias policiales. Nuestro hombre debía estar durmiendo. Supongo que para desechar una eventual volatilización del sujeto, nunca se sabe, enfoqué hacia la celda el haz de mi linterna, arrastrándolo pausadamente por el suelo cual si se tratara de un pesado fardo. El tipo había dejado sus gafas encima del lavabo y estaba tumbado en el catre. En su cabeza, orientada hacia nosotros, se distinguían algunos pequeños vendajes. Algo en el aire invitaba a la especulación taciturna y a ese diálogo distendido con los viejos camaradas que pudiera relajar un ápice la tensión que crepitaba en el aire. Así que pregunté a Blasco en voz baja:

-¿Y dices que en la autopsia no han encontrado nada?

-Nada que no sean las consabidas vísceras dentro de un cuerpo sin vida.- Debió entender por mi gesto que me tocaba las narices cuando se ponía dogmático, así que se apresuró a aclarar: -Lo que quiero decir es que no se han hallado ni heridas ni huellas de ninguna clase de arma en el cadáver. Tampoco hay rastro de balas. Nada de hojas metálicas ni de otros objetos punzantes o cortantes. Podría decirse que la muerte se produjo de forma natural. Si es que hay alguna muerte que lo sea.

-¿Muerte natural? ¡Venga ya!- terció Blasco.-Una muerte tan natural como las tetas de la Obregón, no fastidies.

–Verás, Blasco, si se pudiera mandar a la gente bajo tierra por el solo hecho de señalarla con el dedo, no habría espacio suficiente en los cementerios de la nación para albergar a todos los difuntos de esta santa ciudad. Yo mismo habría señalado a unos cuantos, te lo aseguro. A mi suegra, por ejemplo.

- Ya, ¿y a tu casero no?- pinchó Blasco.

- Ése estaría muy entretenido señalándote a ti con otra cosa.- devolvió con soltura Blasco, envolviendo el regalito con una sonrisa gélida.

- Bueno, bueno, calmaos. – intervine riendo. -Que a este paso no vais a dejar a ningún ciudadano en pie. Convendrás que en este caso, Blasco, la posibilidad de hallar balas en el cadáver era bastante desdeñable.- Comenté con sorna mientras colocaba mis cartas sobre la mesa.- Full de ases y damas. Señoras y señores, hoy es mi noche. Traed para acá, par de babuinos. El día que aprendáis a jugar, entregaré la placa.

Retiré las monedas del centro de la mesa y, mientras Blasco mezclaba los naipes antes de dar, me quedé rumiando lo que había dicho al volver del laboratorio forense. Aquella tarde habíamos metido en “la nevera” el cuerpo de un hombre de 38 años, procedente del Hospital Central, lugar adonde lo habían ingresado ya cadáver a las dos y veinte de la madrugada del corriente.

Los hechos acaecieron en la noche del viernes al sábado, estando nuestro detenido acostado entonces, esta vez en su domicilio. El desalmado que ahora se enfriaba en el depósito, había tenido a bien ir largando villancicos a voz en cuello a la vez que daba palmas como un descosido (y con cierto arte, según testigos), con la aviesa y única intención de despertar a todo el vecindario para que compartieran su particular espíritu navideño. El muy cabrón. En éstas estaba el energúmeno cuando alguien le increpó desde la ventana de un primer piso.

-Te vas a callar ahora mismo, tío gamberro.

-¿Ah, sí?-respondió el interpelado con voz ebria, deteniéndose. Sacó entonces una botella de anís El Mono que llevaba en algún lugar de su mugriento abrigo. Echándose primero una generosa ración coleto abajo, bramó luego, blandiendo la botella hacia la ventana de quien le hablaba:

-¿Y quién es el mal nacido que lo manda?

-Lo mando yo. Y créeme cuando te digo que te conviene hacerme caso.-A estas alturas medio barrio tenía las persianas levantadas para ver qué estaba ocurriendo. Y medio barrio pudo ver por tanto, para su consternación y recuerdo, lo que ocurrió. Cosas que pasan cuando uno le despiertan.

Lo siguiente sucedió sin mediar palabra. El tipo de la calle, ni corto ni perezoso, giró con fuerza la botella sobre su cabeza y la lanzó hacia la ventana de su interlocutor. La botella se estrelló contra el marco, a sólo un palmo de la cabeza de su objetivo. Algunas esquirlas de la pequeña lluvia de cristales cayeron sobre el hombre del primer piso, produciéndole algunos cortes en la cara y en el cuello, ninguno de consideración. El tipo no se inmutó. Todos los que vieron la escena coinciden en su versión de lo sucedido. El de la ventana levantó lentamente su mano derecha, apuntando con sus dedos índice y medio extendidos hacia quien había estado a punto de descalabrarle. Entonces dijo algo como:

- Pshiu.- Algo así.

Y todo terminó.

El tipo del abrigo puso los ojos en blanco mientras parecía que sus rodillas se alegraran de verse y, echándose las manos al pecho, cayó fulminado en el acto.

Nada más. Después de aquello, la calle se sumió en un silencio sepulcral. Alguien tuvo la feliz ocurrencia de llamar a la policía. El presunto autor del homicidio fue detenido y conducido a la comisaría más cercana, donde se le sometió a interrogatorio por espacio de varias horas. También se tomó declaración a los testigos presenciales, nueve en total si descontamos a una vieja gagá que simplemente miraba a la luna, Dios sabrá qué demonios se le habría perdido allí a esas horas. Todas las versiones coincidían en lo esencial. Lo único que se había sacado en limpio es que Óscar Leiva, 47 tacos, farmacéutico, casado, dos hijos, se encontraba profundamente dormido cuando aquel salvaje le despertó. Enfurecido, se levantó y se dirigió como una flecha hacia la ventana de su dormitorio. Luego pasó todo lo demás ya referido. El sargento Pou se encargó de interrogar al detenido, con su habitual falta de eficacia. A la pregunta de por qué demonios hizo eso de dispararle con el dedo, Óscar respondía invariablemente:

-Yo acababa de tener un sueño. En mi sueño alguien intentaba agredirme y yo le pegaba un tiro.

-Eso suena bastante raro.

-También es bastante raro que yo esté ahora aquí hablando con usted. ¿No le parece? Y sin embargo aquí estamos.

-No me cambie de tema.- Rezongó el sargento Pou, un gordo policía, algo viejo ya, y que lucía una fea verruga en su frente. -Así que reconoce usted que iba armado.- gruñó el abuelote. Pou era, además de algo viejo, del todo estúpido, como supongo habrán adivinado.

-Bueno… En mi sueño, sí- Arguyó Óscar, algo perplejo por la pregunta.

Y no hubo modo alguno de que modificara esta línea de los hechos. Por lo demás bastante sencilla, si se piensa. Los numerosos testigos corroboraron punto por punto esta versión.

Y ahora estábamos allí, custodiando a nuestro hombre hasta que a un buen magistrado se le ocurriera ponerse la toga después de una noche reparadora para atender de los conflictos entre los hombres. Imaginé a un juez señalando acusadoramente a nuestro culpable, que caía despatarrado sobre el banquillo de los acusados, causando tremendo estrépito. Un escalofrío irracional me recorrió el espinazo desde la nuca hasta donde la espalda pierde su nombre. Borré aquella imagen de mi mente, no sin esfuerzo.

-Supongo que en nuestro oficio también existe la casualidad, después de todo.-Logré decir con voz lo bastante firme. Los otros dos se quedaron mirándome, sin saber muy bien qué decir.

Y entonces una voz surgió de la celda del detenido. La voz, al principio vacilante, nos llegó luego tan amenazadora como el filo de un hacha. Y desde luego no era la voz de Óscar Leiva. No al menos la que le conocíamos. Aquello no se parecía a nada que yo hubiera oído antes. Tal vez ni siquiera fuera una voz humana, ahora que lo pienso. Blasco casi se cayó de su silla y sus cartas protestaron ante el apretón que les propinó. Los tres, por instinto, echamos las manos al cinto, aunque ninguno de nosotros llegara a desenfundar.

-¿Qué carajo es eso?- Soltó Álvarez

- Tal vez esté sonámbulo. –Sugerí, poco convencido.

Estábamos los tres tensos en nuestras sillas, sin atrevernos a movernos para evitar perdernos nada de lo que dijera aquella voz horrísona, un murmullo gorgoteante y pleno de silbidos y chasquidos. Aunque estábamos aterrados, nos acuciaba otra clase de urgencia, la necesidad de comprobar que dos más dos seguían sumando cuatro, aunque hubiesen cambiado la pizarra de sitio. Y todos coincidimos, al comentar después este episodio, como muchas veces haríamos desde entonces, que se nos erizó el pelo de la cabeza y de los hombros al oír aquellos sonidos que parecían formar parte de un malsano delirio. Las palabras llegaban confusas y entre ellas anidaba un inteligible parloteo burbujeante. No pudimos poner en pie cuáles de ellas habían tenido sentido, y cuáles carecían de él.

- Anótalo todo ahí,- le dije a Blasco y le tendí el as de picas que tenía en la mano, preparado para jugarlo, para que lo escribiera en el blanco reverso.

Él puso cara de no me hagas esto. Pero cogió el bolígrafo sin rechistar. Puede que pensaran que, aunque sólo se tratara, después de todo, de las palabras de un hombre dormido, aquel hombre dormido era el mismo que se había cargado a otro, desde considerable distancia y armado tan solo con sus dedos, sólo por el hecho de que le despertara. Eso daba qué pensar. Y en aquel momento, por tanto, a todos nos pareció que cualquier cosa que manara de la boca de aquel tipo dormido, debía encerrar algo terriblemente importante. Y no nos equivocábamos respecto a esto.

Entonces, nuestro hombre se calló, como si el muy mamón hubiera decidido de repente que era mejor hacerse el interesante. Los tres policías que rodeábamos la mesa nos miramos con una tensa impaciencia. El bolígrafo de Ibáñez temblaba en su mano, vibrante. Me vino a la imaginación de forma confusa alguna de esas escenas de espiritismo de una película de serie B. Intenté concentrarme. Casi podía oír nuestros corazones, latiendo como uno solo. El silencio llenaba ahora cada rincón de la amplia habitación, como una masa de gelatina amorfa e incómoda. Entonces, sin previo aviso, los números y las palabras empezaron a brotar de la oscuridad sin mediar palabra. Ibáñez anotó todo cuidadosamente, al reverso de la carta que yo le había entregado. Finalmente la voz se detuvo y todo quedó en silencio.

Cogí la carta que me ofrecía mi amigo y leí lo que ponía en su dorso:

La suerte es esquiva con los ignorantes… Sólo faltan unos días…La Gorgona lo dijo…. Corred… Por vuestras bolas… (risas)… 15 árboles te brindan su aliento… (más risas)…(jadeos rítmicos)…5 farolas… para alumbrar tu soledad… 3 hombres… ¿seguro que escuchan?... Y un solo corazón

Eso era todo. Pasó un buen rato hasta que decidimos despertarle. Encendí las luces de su celda para verle mejor, aunque la luz del día ya casi era suficiente. Es curioso el modo en que a veces ni siquiera la luz del sol puede hacer huir a los fantasmas. El tipo se despertó y se incorporó en la cama, pálido y sudoroso. Luego se levantó y se lavó la cara y las manos en el lavabo, echándose abundante agua por la nuca.

-¿Una mala noche?¿Otra vez has soñado que te atacaban?-le pregunté con cautela.

-No exactamente.

-¿Qué quieres decir? ¿Qué has soñado?

- Un tipo se acercó hacia mí en una calle oscura, parecía irritado. No tengas miedo de que ella te elija. Y deja que te toque.

-¿El tipo quería tocarte? Ja, ja, ja Pero, hombre, ¿tú no estabas casado?

- Cuidado con lo que insinúa, ¿vale? No se refería a él, sino a ella. Hablaba de ella.

- ¿Quién es ella?

- Y yo qué sé.

- ¿Cómo era él?

- Quién.

-¿Quién va a ser? El tipo que te asaltó en el callejón.

- No me asaltó, ya se lo he dicho. Era un tipo normal. Alto quizás. Y calvo. Yo qué sé como era. Llevaba un traje negro. Quiero hablar con mi abogado. Sáquenme de aquí. Yo no he hecho nada.

- Eso ya lo veremos.- Y le di la espalda, no sin cierta aprensión.

Al día siguiente fuimos a investigar a la calle en que se produjeron los hechos. Era una calle corta. Un operario del Ayuntamiento estaba arreglando una de las farolas que flanqueaban la acera. Las conté. Cinco en total. Cuando sumé el total de los árboles ya no me sorprendí. Saqué el as de picas que había guardado en la cartera y reparé en el dibujo que aparecía en el anverso. Justo en el centro del as negro se veía el dibujo de una cabra riendo. Anoté los números. Supongo que habría tardado algo menos en averiguarlo si aquél imbécil me hubiera confesado que el tipo de su segundo sueño premonitorio era calvo como una bola de billar.

-¿Recordáis el nombre de ese puesto de loterías de la calle Serrano?

-La Cabra Majara, creo.-dudó Blasco.

-Casi. Se llama La Cabra Negra.

-Exacto. Pues tenemos que salir pitando para allá. Pitando y con la sirena puesta.

-¿Y eso por qué?

- Porque la Lotería de El Niño se juega pasado mañana. Y los tres queremos salir de pobres.

Cuando llegamos a la Administración de Loterías del Estado no nos sorprendió ver los décimos de ese número colgando del cristal. 15531. Los compramos todos, la serie completa. Cuando nos encontramos preferimos no hablar demasiado de este asunto. Pero ninguno de los cuatro hemos tenido que volver a trabajar desde entonces. Le dimos tres a nuestro involuntario benefactor. Después de todo, ser agradecidos es de bien nacidos.

Además, así no se expone uno a que le señalen por la calle con el dedo.

miércoles, 30 de marzo de 2011

lunes, 28 de marzo de 2011

HISTORIA DE JULIA

Cuando el destino nos unió, Germán aún distinguía los colores más vivos y, vagamente, las formas. Un par de años atrás le habían diagnosticado una patología macular degenerativa. Irreversible es una palabra fea, pero exacta. Aunque éramos tan distintos, congeniamos desde el principio. Salíamos juntos a menudo. Un día paseábamos hasta la plaza de abastos, otro cogíamos el autobús que lleva al parque... Incluso, alguna tarde, nos atrevíamos con el cine o el teatro...
Pero todo lo malo llega. Su enfermedad hizo imprescindible una intervención quirúrgica de extrema complejidad. Las posibilidades de éxito eran escasas. Fueron momentos difíciles. (Qué distinto todo de ahora. Ya no extiende sus manos hacia mí, desesperado; ni yo se las beso como una estúpida, maldiciéndome por no saber mostrarle de otro modo mi infinito amor.) Estuve a su lado cada minuto, tratando de darle ánimos y de ayudarle.
Recuerdo con claridad la consulta del Dr. Tabaré. Recuerdo la extenuante sala de espera, con la calefacción unos grados por encima de lo necesario y aquel olor a medicamentos y a miedo. Recuerdo los cuchicheos entre los familiares de los pacientes y una risa nerviosa y una tosecilla insistente y el rumor del tráfico cinco pisos más abajo. Recuerdo finalmente la voz de una enfermera pronunciando su nombre, y cómo Germán se levantó de su silla, tenso, envarado, obedeciendo aquella llamada como si se tratara de una invocación atávica.
Todo lo que siguió después son fragmentos borrosos que emergen un instante y se vuelven a hundir en mi memoria, como esas caras deformes que a veces pueblan un sueño agitado. Hubo un médico con gesto de hurón y el tic-tac de un reloj invisible que lo llenaba todo mientras una mano huesuda cumplimentaba formularios y dictaba plazos. Hubo unos análisis y unas radiografías y unas máquinas extrañas que utilizan en los hospitales para llenar de temor a los que se aproximan demasiado. Hubo (y esto último ya no lo recuerdo, pues no lo viví, pero me permito imaginarlo) unos sonidos metálicos y unas voces de aliento y una camilla veloz y unas luces de neón que corrían sobre su rostro aventurando una fuga, o una caída, o ambas cosas. Y hubo unas puertas batientes y detrás un quirófano blanco y muchas batas verdes y una aguja en su brazo y un apagón.
Después de aquello apenas salía de nuestra habitación. Se pasaba las horas tumbado sobre la cama, las manos bajo la nuca, ensimismado. No atendía al tenaz teléfono. Se dejó crecer la barba, como si quisiera cegar también sus mejillas, su mentón, su boca. Fue duro acostumbrarse a verle avanzar a tientas por la casa. Los actos más sencillos y cotidianos le exigían ímprobos esfuerzos y se convirtieron en sofisticadas torturas rutinarias. Todo su ser se aferraba desesperado a las imágenes que habían inundado cada resquicio de su vida anterior.
-Conocía bien la niebla, Julia, pero no esta oscuridad.- solía decirme, colmado de dolor.
Gradualmente, fue aceptando su sino. Yo le acompañaba a diario hasta el Centro de Recursos para Invidentes, donde él aprendía a adaptarse a su nueva situación. Allí conoció a Marta, una maestra que le instruyó con paciencia en el dominio de un método de lectura y escritura que, a partir de entonces, iba a aliviar el peso de su ceguera: Louis Braille ideó este sistema hace ya casi dos siglos y lo legó a todos los demás invidentes, alumbrando sus vidas. Marta mostró a Germán cómo era posible, a partir de las múltiples combinaciones de seis puntos, urdir toda una lengua secreta. Seis puntos que componen las distintas letras del alfabeto y que abren a los ciegos las puertas del mundo. (Cómo he deseado yo, cuando en su noche eterna él me acariciaba, que también supiera descifrar en mi piel el secreto de mi amor.) De esos primeros contactos meramente profesionales derivó gradualmente una sólida amistad. No se me ocultaba la descarada alegría de él cuando oía sonar el timbre de la puerta. Tampoco se me escapaba la creciente osadía de ella, siempre dispuesta a venir a casa a recogerle a la menor excusa. Me decía Germán entonces:
-Hoy no hace falta que me acompañes, Julia. Ha venido Marta a buscarme.- Yo notaba la leve culpa que empañaba su voz cuando se despedía y el olor a perfume en su ropa al volver, pero evité mostrar inquietud alguna y permanecí sin abrir la boca. Me limitaba a verle marchar y a esperar su regreso, anhelante.
Sus ausencias se hicieron cada vez más dilatadas y frecuentes. Una noche, me dijo casi en un susurro:
-He entendido algo importante. Los ojos no son sino dictadores imaginarios que imponen su modo de ver las cosas.- Riendo con desgana su ocurrencia, prosiguió:- Al perder la vista, crees que has perdido la vida. Pero luego te das cuenta de que la vida en imágenes no es la única posible, sino tan sólo la única que hasta entonces conocías. También la vibrante luz del sol nos impide ver la luna y las estrellas, hermosos puntos de luz que antes ignorábamos...
Hace unos días la invitó a subir a casa y ella entró portando un misterioso artefacto. Era un regalo para Germán. Él lo tanteó con sus manos y se puso muy contento al descubrir que se trataba de una máquina para escribir en braille. Tras charlar animadamente un buen rato en el salón, se pusieron a practicar el extraño lenguaje de signos que les había unido. Ella escribía una notita con el ruidoso
artilugio y luego se la pasaba a Germán. Éste la leía con sus dedos y escribía a su vez en la máquina otro mensajito. Ella lo leía (con sus ojos, porque Marta ve) y los dos reían mucho y yo me sentía frustrada y ajena y les miraba con resentimiento y ellos se reían aún más fuerte.
- Tú y estos puntos me habéis devuelto la esperanza.-dijo a Marta, ya más serio.- Son mis puntos de luz. Tú también eres mi luz.
Hubo un pedazo de papel, de entre todos los que le escribió Marta aquella tarde, que agradó a Germán más que cualquier otro. Advertí que, tras leerlo, lo apartaba con una sonrisa de todos los demás. Cuando por fin se despidieron, mientras él la acompañaba hasta la puerta, yo lo robé y lo oculté con cuidado en el patio, entre mis juguetes.
Hoy ha venido Marta a visitarle. Cuando me ha visto, se ha acercado cariñosamente a acariciarme la cabeza. Le gruñí y, erizando el pelo del lomo, le mostré los dientes. Como insistió, le di un mordisco. Sólo quise dejar claro que jamás podrá arrebatármelo. Ahora estoy castigada en el patio y miro fijamente aquel trozo de papel indescifrable.


No me importa qué mensaje encierra. Yo siempre seré su guía.