lunes, 28 de marzo de 2011

HISTORIA DE JULIA

Cuando el destino nos unió, Germán aún distinguía los colores más vivos y, vagamente, las formas. Un par de años atrás le habían diagnosticado una patología macular degenerativa. Irreversible es una palabra fea, pero exacta. Aunque éramos tan distintos, congeniamos desde el principio. Salíamos juntos a menudo. Un día paseábamos hasta la plaza de abastos, otro cogíamos el autobús que lleva al parque... Incluso, alguna tarde, nos atrevíamos con el cine o el teatro...
Pero todo lo malo llega. Su enfermedad hizo imprescindible una intervención quirúrgica de extrema complejidad. Las posibilidades de éxito eran escasas. Fueron momentos difíciles. (Qué distinto todo de ahora. Ya no extiende sus manos hacia mí, desesperado; ni yo se las beso como una estúpida, maldiciéndome por no saber mostrarle de otro modo mi infinito amor.) Estuve a su lado cada minuto, tratando de darle ánimos y de ayudarle.
Recuerdo con claridad la consulta del Dr. Tabaré. Recuerdo la extenuante sala de espera, con la calefacción unos grados por encima de lo necesario y aquel olor a medicamentos y a miedo. Recuerdo los cuchicheos entre los familiares de los pacientes y una risa nerviosa y una tosecilla insistente y el rumor del tráfico cinco pisos más abajo. Recuerdo finalmente la voz de una enfermera pronunciando su nombre, y cómo Germán se levantó de su silla, tenso, envarado, obedeciendo aquella llamada como si se tratara de una invocación atávica.
Todo lo que siguió después son fragmentos borrosos que emergen un instante y se vuelven a hundir en mi memoria, como esas caras deformes que a veces pueblan un sueño agitado. Hubo un médico con gesto de hurón y el tic-tac de un reloj invisible que lo llenaba todo mientras una mano huesuda cumplimentaba formularios y dictaba plazos. Hubo unos análisis y unas radiografías y unas máquinas extrañas que utilizan en los hospitales para llenar de temor a los que se aproximan demasiado. Hubo (y esto último ya no lo recuerdo, pues no lo viví, pero me permito imaginarlo) unos sonidos metálicos y unas voces de aliento y una camilla veloz y unas luces de neón que corrían sobre su rostro aventurando una fuga, o una caída, o ambas cosas. Y hubo unas puertas batientes y detrás un quirófano blanco y muchas batas verdes y una aguja en su brazo y un apagón.
Después de aquello apenas salía de nuestra habitación. Se pasaba las horas tumbado sobre la cama, las manos bajo la nuca, ensimismado. No atendía al tenaz teléfono. Se dejó crecer la barba, como si quisiera cegar también sus mejillas, su mentón, su boca. Fue duro acostumbrarse a verle avanzar a tientas por la casa. Los actos más sencillos y cotidianos le exigían ímprobos esfuerzos y se convirtieron en sofisticadas torturas rutinarias. Todo su ser se aferraba desesperado a las imágenes que habían inundado cada resquicio de su vida anterior.
-Conocía bien la niebla, Julia, pero no esta oscuridad.- solía decirme, colmado de dolor.
Gradualmente, fue aceptando su sino. Yo le acompañaba a diario hasta el Centro de Recursos para Invidentes, donde él aprendía a adaptarse a su nueva situación. Allí conoció a Marta, una maestra que le instruyó con paciencia en el dominio de un método de lectura y escritura que, a partir de entonces, iba a aliviar el peso de su ceguera: Louis Braille ideó este sistema hace ya casi dos siglos y lo legó a todos los demás invidentes, alumbrando sus vidas. Marta mostró a Germán cómo era posible, a partir de las múltiples combinaciones de seis puntos, urdir toda una lengua secreta. Seis puntos que componen las distintas letras del alfabeto y que abren a los ciegos las puertas del mundo. (Cómo he deseado yo, cuando en su noche eterna él me acariciaba, que también supiera descifrar en mi piel el secreto de mi amor.) De esos primeros contactos meramente profesionales derivó gradualmente una sólida amistad. No se me ocultaba la descarada alegría de él cuando oía sonar el timbre de la puerta. Tampoco se me escapaba la creciente osadía de ella, siempre dispuesta a venir a casa a recogerle a la menor excusa. Me decía Germán entonces:
-Hoy no hace falta que me acompañes, Julia. Ha venido Marta a buscarme.- Yo notaba la leve culpa que empañaba su voz cuando se despedía y el olor a perfume en su ropa al volver, pero evité mostrar inquietud alguna y permanecí sin abrir la boca. Me limitaba a verle marchar y a esperar su regreso, anhelante.
Sus ausencias se hicieron cada vez más dilatadas y frecuentes. Una noche, me dijo casi en un susurro:
-He entendido algo importante. Los ojos no son sino dictadores imaginarios que imponen su modo de ver las cosas.- Riendo con desgana su ocurrencia, prosiguió:- Al perder la vista, crees que has perdido la vida. Pero luego te das cuenta de que la vida en imágenes no es la única posible, sino tan sólo la única que hasta entonces conocías. También la vibrante luz del sol nos impide ver la luna y las estrellas, hermosos puntos de luz que antes ignorábamos...
Hace unos días la invitó a subir a casa y ella entró portando un misterioso artefacto. Era un regalo para Germán. Él lo tanteó con sus manos y se puso muy contento al descubrir que se trataba de una máquina para escribir en braille. Tras charlar animadamente un buen rato en el salón, se pusieron a practicar el extraño lenguaje de signos que les había unido. Ella escribía una notita con el ruidoso
artilugio y luego se la pasaba a Germán. Éste la leía con sus dedos y escribía a su vez en la máquina otro mensajito. Ella lo leía (con sus ojos, porque Marta ve) y los dos reían mucho y yo me sentía frustrada y ajena y les miraba con resentimiento y ellos se reían aún más fuerte.
- Tú y estos puntos me habéis devuelto la esperanza.-dijo a Marta, ya más serio.- Son mis puntos de luz. Tú también eres mi luz.
Hubo un pedazo de papel, de entre todos los que le escribió Marta aquella tarde, que agradó a Germán más que cualquier otro. Advertí que, tras leerlo, lo apartaba con una sonrisa de todos los demás. Cuando por fin se despidieron, mientras él la acompañaba hasta la puerta, yo lo robé y lo oculté con cuidado en el patio, entre mis juguetes.
Hoy ha venido Marta a visitarle. Cuando me ha visto, se ha acercado cariñosamente a acariciarme la cabeza. Le gruñí y, erizando el pelo del lomo, le mostré los dientes. Como insistió, le di un mordisco. Sólo quise dejar claro que jamás podrá arrebatármelo. Ahora estoy castigada en el patio y miro fijamente aquel trozo de papel indescifrable.


No me importa qué mensaje encierra. Yo siempre seré su guía.

4 comentarios:

Mariola dijo...

Guillermo, me ha encantado y me ha dejado con ganas de más, bueno aunque ya nos has desvelado que dice la nota. Espero los siguientes capitulos, jejeje.

Un besote

Pedro J. Sabalete Gil dijo...

Qué gran invento ese lenguaje. No sólo lo inmensamente útil que es, también la sensación de palpar textos que debe ser únicas.

Letras al tacto, el perro que ve con su olfato. La sinestesia abriendo nuevas vías al mundo, haciendo todo posible.

Por lo que significa y como lo cuenta, me gustó el relato, muy bien rematado cuando nos percatamos con admiración que el protagonista es perruno. Hay una novela por ahí, el arte de conducir bajo la lluvia de Stein Garth donde también su actor principal es un can. Si no la conoces, te la recomiendo.

Un abrazo.

guillermo dijo...

La leeré, Pedro. No sé cuándo, la verdad, jeje, pero lo haré. Ah, días tralla: robais mis libros, canallas, También hay otra obra, ésta otra de Adolfo Bioy Casares, con protagonista perruno. (Precisamente Lore me dijo que tú le habías preguntado si me gustaba ese autor. Por lo de Guy Morell, supongo - La invención de Morel es un relato excelente, una ficción con mucha más coherencia que la mayoría de las realidades-. Lo del nombre del blog es un anagrama, guillermo guy morell, pero vaya si me gusta. Es enorme ese tío) Tanto Dormir al sol, que es la estupenda obra a la que me refiero, como La invención de Morel, son en mi opinión dos modelos claros de cómo debe concebirse la literatura de ficción. Descansa este finde.

Pedro J. Sabalete Gil dijo...

Hace unos meses leí un relatillo de Carpentier del que mi estrepitosa cabeza no recuerda el título, ni le quedan muchas energías para buscarlo que comenzaba con "huele a hembra", "el olor a negro". Y me decía...."escribe como Dios pero mira que es bestia en las expresiones" hasta que más adelante descubrimos que se trata de un relato en primera persona de un perro. No cabe duda de que para un chucho el olfato es su manera primera de conocer la realidad.

Tengo la suerte de tener inmensas lagunas en mis conocimientos y una de ellas, que da pudor, consiste en no haber leído Dormir al sol. Algo a lo que pondré remedio antes del verano y de lo que, con tu permiso, te contaré en su momento.

Un abrazo bien fuerte.