miércoles, 30 de marzo de 2011

lunes, 28 de marzo de 2011

HISTORIA DE JULIA

Cuando el destino nos unió, Germán aún distinguía los colores más vivos y, vagamente, las formas. Un par de años atrás le habían diagnosticado una patología macular degenerativa. Irreversible es una palabra fea, pero exacta. Aunque éramos tan distintos, congeniamos desde el principio. Salíamos juntos a menudo. Un día paseábamos hasta la plaza de abastos, otro cogíamos el autobús que lleva al parque... Incluso, alguna tarde, nos atrevíamos con el cine o el teatro...
Pero todo lo malo llega. Su enfermedad hizo imprescindible una intervención quirúrgica de extrema complejidad. Las posibilidades de éxito eran escasas. Fueron momentos difíciles. (Qué distinto todo de ahora. Ya no extiende sus manos hacia mí, desesperado; ni yo se las beso como una estúpida, maldiciéndome por no saber mostrarle de otro modo mi infinito amor.) Estuve a su lado cada minuto, tratando de darle ánimos y de ayudarle.
Recuerdo con claridad la consulta del Dr. Tabaré. Recuerdo la extenuante sala de espera, con la calefacción unos grados por encima de lo necesario y aquel olor a medicamentos y a miedo. Recuerdo los cuchicheos entre los familiares de los pacientes y una risa nerviosa y una tosecilla insistente y el rumor del tráfico cinco pisos más abajo. Recuerdo finalmente la voz de una enfermera pronunciando su nombre, y cómo Germán se levantó de su silla, tenso, envarado, obedeciendo aquella llamada como si se tratara de una invocación atávica.
Todo lo que siguió después son fragmentos borrosos que emergen un instante y se vuelven a hundir en mi memoria, como esas caras deformes que a veces pueblan un sueño agitado. Hubo un médico con gesto de hurón y el tic-tac de un reloj invisible que lo llenaba todo mientras una mano huesuda cumplimentaba formularios y dictaba plazos. Hubo unos análisis y unas radiografías y unas máquinas extrañas que utilizan en los hospitales para llenar de temor a los que se aproximan demasiado. Hubo (y esto último ya no lo recuerdo, pues no lo viví, pero me permito imaginarlo) unos sonidos metálicos y unas voces de aliento y una camilla veloz y unas luces de neón que corrían sobre su rostro aventurando una fuga, o una caída, o ambas cosas. Y hubo unas puertas batientes y detrás un quirófano blanco y muchas batas verdes y una aguja en su brazo y un apagón.
Después de aquello apenas salía de nuestra habitación. Se pasaba las horas tumbado sobre la cama, las manos bajo la nuca, ensimismado. No atendía al tenaz teléfono. Se dejó crecer la barba, como si quisiera cegar también sus mejillas, su mentón, su boca. Fue duro acostumbrarse a verle avanzar a tientas por la casa. Los actos más sencillos y cotidianos le exigían ímprobos esfuerzos y se convirtieron en sofisticadas torturas rutinarias. Todo su ser se aferraba desesperado a las imágenes que habían inundado cada resquicio de su vida anterior.
-Conocía bien la niebla, Julia, pero no esta oscuridad.- solía decirme, colmado de dolor.
Gradualmente, fue aceptando su sino. Yo le acompañaba a diario hasta el Centro de Recursos para Invidentes, donde él aprendía a adaptarse a su nueva situación. Allí conoció a Marta, una maestra que le instruyó con paciencia en el dominio de un método de lectura y escritura que, a partir de entonces, iba a aliviar el peso de su ceguera: Louis Braille ideó este sistema hace ya casi dos siglos y lo legó a todos los demás invidentes, alumbrando sus vidas. Marta mostró a Germán cómo era posible, a partir de las múltiples combinaciones de seis puntos, urdir toda una lengua secreta. Seis puntos que componen las distintas letras del alfabeto y que abren a los ciegos las puertas del mundo. (Cómo he deseado yo, cuando en su noche eterna él me acariciaba, que también supiera descifrar en mi piel el secreto de mi amor.) De esos primeros contactos meramente profesionales derivó gradualmente una sólida amistad. No se me ocultaba la descarada alegría de él cuando oía sonar el timbre de la puerta. Tampoco se me escapaba la creciente osadía de ella, siempre dispuesta a venir a casa a recogerle a la menor excusa. Me decía Germán entonces:
-Hoy no hace falta que me acompañes, Julia. Ha venido Marta a buscarme.- Yo notaba la leve culpa que empañaba su voz cuando se despedía y el olor a perfume en su ropa al volver, pero evité mostrar inquietud alguna y permanecí sin abrir la boca. Me limitaba a verle marchar y a esperar su regreso, anhelante.
Sus ausencias se hicieron cada vez más dilatadas y frecuentes. Una noche, me dijo casi en un susurro:
-He entendido algo importante. Los ojos no son sino dictadores imaginarios que imponen su modo de ver las cosas.- Riendo con desgana su ocurrencia, prosiguió:- Al perder la vista, crees que has perdido la vida. Pero luego te das cuenta de que la vida en imágenes no es la única posible, sino tan sólo la única que hasta entonces conocías. También la vibrante luz del sol nos impide ver la luna y las estrellas, hermosos puntos de luz que antes ignorábamos...
Hace unos días la invitó a subir a casa y ella entró portando un misterioso artefacto. Era un regalo para Germán. Él lo tanteó con sus manos y se puso muy contento al descubrir que se trataba de una máquina para escribir en braille. Tras charlar animadamente un buen rato en el salón, se pusieron a practicar el extraño lenguaje de signos que les había unido. Ella escribía una notita con el ruidoso
artilugio y luego se la pasaba a Germán. Éste la leía con sus dedos y escribía a su vez en la máquina otro mensajito. Ella lo leía (con sus ojos, porque Marta ve) y los dos reían mucho y yo me sentía frustrada y ajena y les miraba con resentimiento y ellos se reían aún más fuerte.
- Tú y estos puntos me habéis devuelto la esperanza.-dijo a Marta, ya más serio.- Son mis puntos de luz. Tú también eres mi luz.
Hubo un pedazo de papel, de entre todos los que le escribió Marta aquella tarde, que agradó a Germán más que cualquier otro. Advertí que, tras leerlo, lo apartaba con una sonrisa de todos los demás. Cuando por fin se despidieron, mientras él la acompañaba hasta la puerta, yo lo robé y lo oculté con cuidado en el patio, entre mis juguetes.
Hoy ha venido Marta a visitarle. Cuando me ha visto, se ha acercado cariñosamente a acariciarme la cabeza. Le gruñí y, erizando el pelo del lomo, le mostré los dientes. Como insistió, le di un mordisco. Sólo quise dejar claro que jamás podrá arrebatármelo. Ahora estoy castigada en el patio y miro fijamente aquel trozo de papel indescifrable.


No me importa qué mensaje encierra. Yo siempre seré su guía.

sábado, 26 de marzo de 2011

El hombre que me espera al sol poniente


La sombra que ahora esquivo me esperará entonces,
a la vuelta de un umbrío recodo del tiempo,
allí donde la lluvia disfraza la pena de los ojos.
En una esquina tan cerca del principio.
Del final tan cerca.
Esquina Calle del Olvido con la Avenida Hesido.
Sonrojo. Sol rojo.
Un sol poniente.

En ese rincón, bifurcado en iras y en horas,
saldrá a mi encuentro el hombre que pude ser.
Adusto.
Silencioso.
El tipo asentirá, en un frío gesto carente de afecto.
Un saludo que se escurre
como un insecto bajo el ala
del negro sombrero.
Le brillan botellas rotas
en los gastados ojos verdes.
Carga su cuerpo a cuestas.
La boca es de hierro.
Su lengua, de estopa.
Luce un reloj Paradox.
Minutero que se clava en el vientre de la memoria.
Hora dada. Agujero.
Futuro durmiente,
sumidero insolente,
tardía serpiente,
silueta imponente...,
...al sol poniente.

Me aprieta la confiada mano,
(pero ya antes me ha rodeado la mirada;
el flaco cuerpo que habito me ha cercado
con eléctricas culebras de abrazo tormentoso;
y hasta mi alma entera ha estrechado, angostado, angustiado
-el hijoputa-,
previo al hallazgo de su sarmentosa garra).
Saludo felpudo, saludo del "pudo", saludo escudo.
Me invita a entrar a un tugurio que surge a su lado,
con la indecencia de lo cotidiano,
como si lo llevara puesto.
Uno de esos cómodos bares de bolsillo
donde tomar una penúltima de andar por casa.
La casa de las eses. De las heces.
Y, aunque no quiera oír lo que él va ya a decirme
-aunque no quiera ir adonde él vaya a herirme-,
allá que entramos...,
al sol poniente.

Pasamos, como el río del que me río.
Demócrito, no demos gritos.
Después de todo, no es negociable.
Nos recibe
un podrido silencio de moscas danzantes;
el aplomo cansino del camarero;
un oscuro olor a orina y tedio;
nos recibe.
Un rayo de sol tardío cae sobre la barra.
Zarpa en mi hombro
-todo mi cuerpo va a zarpar en breve-,
su naufragio de largos dedos amarillos.
Hondas sillas.
Qué nos pesas, Sevilla...
Bailan copas de vino
luciendo sus reflejos
aun en la sucia mesa.
Florecen amapolas,
una detrás de otra.
Me sujeto al aceitoso tablero para no caerme
-todas las piezas se caen, tras esta partida;
también todos los "piezas"-,
y ruego para que todo se deshaga
como el mal sueño que es...
... y que tengo que seguir soñando...,
...al sol poniente.

Y es entonces,
urgido por la necesidad de despertar,
abismado en una turbulenta necesidad
de golpearle,
de deshacerle bajo mis puños,
de destrozarle el sombrero y la cabeza calva que hay debajo,
de hacerle jirones la camisa con uñas y dientes, ya puestos.
Es entonces
que decido hablarle...,
... antes de que él me hable de sí
y de mí
y del sol poniente.

Y, antes de que él mueva un solo diente
para decir que
"la vida es asco y es vergüenza,
poco más que una colección de botellas vacías
que se acumulan en la bodega turbia de los recuerdos";
antes de que me indique su sucia uña que
"la vida es una raya en la arena,
una casa sin barrer,
una regola en la pared de ladrillo visto,
un cable pelado en la regola
y pare de contar, amigo, que no hay más";
antes de que me hinche las narices hablándome de
"olfato";
antes de que me vaticine tormentas ya acaecidas...
Antes... Decido contarle que hubo baches, sí.
Que hubo saltos al vacío y sin paracaídas.
Que hubo tiritas de los veinte duros
que nos curaron de la friolera
de los cien mil euros; tiritas de frío.
Que hubo momentos tan duros
que merecieron la molestia de ablandarlos.
Que hubo pérdidas, pues claro, ¿no es toda la vida un dulce perder?
Que hubo momentos de lucha,
unas veces para recobrar una ínfima parte de lo perdido
y otras sólo por el gusto de pelear a puño vivo,
que nos hablaron
a hostias
de lo importante que es el camino.
Que hubo haches y hubo bes; baches y besos a dos ruedas hubo.
Que hubo puntos sobre esas íes tan difíciles de acentuar.
Y paréntesis sin cerrar.
Hubo noes y hubo síes.
Y gemas lanzadas al mar.
Hubo un piloto que buscó a su sirena a Qattar.

Antes que él separe los labios para decirme:
"Vivo en la calle Mudo",
le habré de explicar
que la vi mirando por una ventana y que desde entonces creo en los milagros.
Que ya no me quise asomar a nada que no fuera su hermoso mundo
de ojos risueños
y cartas torpes sin abrir
y películas mal grabadas en la memoria
y anclas
y barcos
y demonios suaves
y caballitos de mar sin montar
y playas desiertas pobladas de caricias
y camas biplazas
y reformas de casos, de casas y de cosas.
Antes de que él me hable de descuentos, tendré que contar
por qué la vida es más grande si di vida.
Di vida y se multiplica. En tres. Por dos.
Por qué hay otoños que,
además de hojas rojas,
tienen ojos verde clarito.
Antes de que ése malababa abra la boca
para que salgan por ella las siete plagas de Egipto,
le he de decir, alto y claro, que no me quita el sueño su marasmo de señor vencido,
que si alguien perdió una vida yo no he sido.

Antes de que me suelte palabras de ruina
y de mustio odio
agrietado
acerca de todo lo que me falta,
le espetaré que Lujo se escribe con L de Loreto,
que nada quiero atesorar sino los besos de esa boca suya que nunca calla
(salvo cuando come, cuando duerme o cuando besa. Y cómo besa.)
Antes de que él me gruña una maldición por los años perdidos,
le rezaré un rosario de momentos compartidos
que le harán apretar los dientes con fastidio.
Le hablaré de goles sin ángulo,
de campeonatos ganados con torre y apartamento de ventaja,
de la aventura de quererla siempre.
Pese a todo y pese a nada.
Siempre quererla.
Y admitiré con él
que fue triste esa vida suya que pudo ser la mía, sí,
con todos esos años envueltos en el humo pestilente
y en el aliento dilatado de tantos bares de mala muerte;
que pudo ser triste el dejarse vencer
por el trabajo y la rutina.
Sin luchar para salir.
Sin salir para luchar.
Le diré, sin rencor,
que cada cual tiene lo que merece;
que para recoger hay que sembrar;
que más le habría valido buscar su momento
en lugar de esperar a que este momento le encontrara.

Le diré que lo mejor sería
que, puesto a no decir nada,
acabara haciendo mutis por el foro;
que, para criticarse a sí mismo,
tendría que ser alguien y no era nada;
que yo si que era alguien
y bien orgulloso que estaba.
Así le diré,
mientras su contorno se irá haciendo
más y más borroso según hablo:
"Me llamo Guillermo Canelo Segura.
Soy un hombre hecho
de momentos malos
y de momentos buenos.
Ha habido hijos
y largos viajes
y risas sin ser domingo
y soles atardecidos (como éste en el que usted ya se disuelve)
y conflictos
y dificultades
y saltos de muros altos
y meses de gloria, de penurias y de incertidumbre.
Y ha habido amor.
Y eso cuenta."

Entonces, mientras advierto
que ya no queda de aquel hombre ni el sombrero,
daré un último vistazo en derredor.
El bar aparecerá ahora limpio y ordenado.
Bien iluminado.
Y sin moscas.
Dirigiré mi mirada hacia la puerta,
esperando verla llegar con su mejor sonrisa,
tan guapa como la primera vez que la vi.
Al sol poniente.